22 noviembre 2006

El padre Apeles, por Francisco Umbral


Los placeres y los días
FRANCISCO UMBRAL
El padre Apeles

El padre Apeles, tan criticado hoy por los comentaristas de televisión (muy bien lo de Antonio Burgos), le parece a uno que estaba siendo muy necesario para los espectadores: frente a violencia, cursilería.
Frente a la guerra, el hambre, el narco, el Tercer Mundo, los banqueros que se abroncan y las misses que se desmanganillan, cursilería. Cualquier televisión nacional es hoy un cubata demasiado fuerte para un padre de familia que se pone a ver la tele todavía con la doble contabilidad o las malas vibraciones del ordenador en la cabeza. Andamos todos histéricos con lo digital, con Ronaldo, con los reality shows, estamos todos un poco pallá, y entonces me parece oportuno y benéfico ese ensalmo de cursilería, amaneramiento y cura antiguo que es el joven padre Apeles, que está entre la mística y el actor Escrivá haciendo de cura. El pelo muy recortado, apenas una cenefa en torno de una cabeza correcta, como de yeso clásico, las orejas cabales, los ojos llenos de una santa ira que se refrena a sí misma y se entristece en la caída de los extremos, las cejas dibujadas con cierto satanismo a lo Savonarola, el clergyman impecable y las manos, ay las manos, como las de un Cristo marica pintado por un blando, o esa nariz de un clasicismo aburrido, soso y pasado. O esa boquita coqueta, dibujada y sensual, de una sensualidad virgen, como el mentón perfecto, redondeado, enérgico e impúber al mismo tiempo. Qué hallazgo de cura, arcángel de mermelada.
Hubo un Apeles clásico, un Apeles Mestres y ahora un padre Apeles. La Iglesia española y la Conferencia Episcopal se había vuelto macho desde Tarancón, de modo que la transición y la traición a Franco la hicieron unos obispos duros de tabaco negro. Creía uno, por eso, que había desaparecido de nuestra sociología este cura a lo jesuita antiguo, este dulce de membrillo que cuando se cabrea es como un ángel de Murillo o de Salzillo, a punto de trocar la ira en mermelada espiritual. Pero el padre Apeles llega a tiempo. Y llega a tiempo, ya digo, porque la violencia verbal y visual de la tele no se combate con discursos morales ni con la palabra en llamas del político, sino con dulces dosis de cursilería que primero dejan al personal perplejo, como si te dan una mano de yogur en los huevos, y luego la cosa te va enviciando y ya se estaría uno toda la noche viendo a esta loca a lo divino, que está entre un San Juan de la Cruz sin genio y una Santa Teresita de Lisieux sin virgo. No sé quién se inventó al padre Apeles (dicen que doña Marta Ferrusola), pero yo, lejos de ridiculizar a este santo varón o santo lo que sea, lo encuentro muy puntual, como decimos ahora, cual un Acebes postconciliar, lubrificando de amaneramiento, santidad y pluma la tele nacional.
No sabemos bien si es el azar o la necesidad lo que nos ha dotado de un padre Apeles para engrasar de cursilería evangélica los ejes de la carreta televisual, que últimamente anda crujida de dólares y polémica, de violaciones, crímenes y masacres particulares, en tanto que llega otra guerra, tan necesaria para irse a la cama con la digestión de cadáveres ya hecha. Sumidos en la angustia, el vértigo y la velocidad de lo que está pasando, que la tv. multiplica, de pronto el padre Apeles levanta sus manos de monja toronja y el mundo se para, afluyen manantiales y muestra el cielo sus dominaciones. Vivimos ya dentro de una estampita y nos dormimos dentro de un escapulario. Pedazo de cura.


Y un tal Román Durán Hernández se decidió a plagiar a Francisco UmbraL
(http://personal.telefonica.terra.es/web/lavozdemirobriga/Opant/2005/Dic2005/RDH091205.htm)
El cura Apeles
- Román Durán Hernández
No sé qué pasa con ese raro personaje que desaparece por temporadas grandes, pero cuando menos te lo piensas aparece como un nuevo Guadiana en televisión quitando violencia ala vida política y llenándonos de cursilería: el Padre Apeles.
Frente a las guerras, los terremotos, las manifestaciones, los banqueros enjuiciados y las misses que se desmanganillan, frente a todo eso, digo, cursilería. Cualquier televisión nacional es hoy un cubata demasiado fuerte para el padre de familia que se pone a ver la tele todavía con la doble contabilidad o las malas vibraciones del ordenador en la cabeza. Andamos todos histéricos con el Estatuto, la Loe, Ronaldinho, estamos todos pallá , y entonces me parece un poco oportuno y benéfico ese ensalmo de cursilería, amaneramiento y cura antiguo que es el joven padre Apeles, que está entre la mística y el actor Escrivá haciendo de cura.
El pelo muy recortado, la cabeza como de yeso clásico, los ojos llenos de una santa ira que se refrena a sí misma, las cejas dibujadas con cierto sanatismo a lo Savonarola, el clerman impecable y las manos, ay las manos, como las de un santo marica pintado por un blando. O esa boca, dibujada y sensual, de una sensualidad virgen, con el mentón perfecto e impúber al mismo tiempo. Ese hallazgo de cura parece un arcángel de mermelada.
Hubo un Apeles clásico y ahora un padre Apeles. La Iglesia y la Conferencia Episcopal se habían vuelto machos desde Tarancón, de modo que la transición unos obispos duros de tabaco negro. Creía uno, por eso, que había desaparecido de nuestra sociología este cura a lo jesuita antiguo, ese dulce de membrillo que cuando se cabrea es como un ángel de Murillo, a punto de trocar la ira en mermelada espiritual.
Pero el padre Apeles llega a tiempo. Ahora cuando la política se encona, cuando la ultraderecha unida a los ultracatólicos se manifiestan por la pela , el poder y la gloria, como si fueran las alas del arcángel San Gabriel, vuelve el padre Apeles para aliviarnos, como una especie de bálsamo, algo así como si nos dieran una mano de yogur en los huevos y luego la cosa se va enviciando y ya estaría uno toda la noche viendo a esa loca a lo divino, que está entre un San Juan de la Cruz sin genio y una santa sin virgo.
No sé quien se inventó al padre Apeles, pero yo, lejos de ridiculizar a este santo varón o santo lo que sea, lo encuentro muy puntual, como decimos ahora, lubricando de amaneramiento y santidad la tele nacional.
No sabemos bien si es el azar o la necesidad lo que nos ha dotado de un padre Apeles para engrasar de cursilería evangélica los ejes de la carreta televisual, que últimamente anda crujida de polémica, en tanto llega otra guerra, tan necesaria para irse a la cama con la digestión de cadáveres ya hecha. Sumidos en la angustia, el vértigo, y la velocidad de lo que está pasando, que la tele multiplica, de pronto el padre Apeles levanta sus manos de monja toronja y el mundo se para, afluyen manantiales espirituales y el cielo muestra sus dominaciones.
Viendo el padre Apeles vivimos ya dentro de una estampita y nos dormimos dentro de un escapulario. Pedazo de cura.



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