Pablo Urbiola

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Noticias usurpadas

Publicado en Rioja2.com el 5 de diciembre de 2013

Conozco a unos cuantos logroñeses que, al recibir ‘De Buena Fuente’ cada viernes en el buzón, cuentan las imágenes en las que aparece la señora alcaldesa mostrando a sus gobernados lo ajetreada que es la vida de los mandatarios. Antes inauguraban cosas grandes —tamaño y burbuja van de la mano— y organizaban costosos eventos en los que fotografiarse. Ahora, con la crisis, inauguran bancos (de los de sentarse), marquesinas, tiendas de ultramarinos o, en el mejor de los casos, Mercadonas.

La crisis ha rebajado el nivel de sus apariciones ante la necesidad imperiosa de seguir figurando y tratar de superponer sus estampas a las que nos ofrece la cruda realidad: temporeros hacinados en la estación de autobuses, miseria en el corazón de la ciudad, polígonos industriales desiertos, inútiles edificios públicos vacíos y persianas bajadas en otrora calles comerciales.

En 'De Buena Fuente’ el ratio de fotografías de alcaldesa (o alcalde antes) por página impresa no varía demasiado semana a semana. A diferencia del poder económico, más discreto, el poder político necesita visibilidad, fotografías, titulares… exhibicionismo. Por eso existe la publicación municipal y por eso sobreviven medios de comunicación moribundos que no serían viables sin el dinero público.

La rentabilidad de los medios se ha visto dañada por la competencia de nuevos soportes digitales que ofrecen más posibilidades de segmentar la publicidad por públicos, localización, intereses o incluso búsquedas concretas. Una publicidad más efectiva, en muchos casos, que la que ofrecen a día de hoy los medios de comunicación. Mientras estos se reinventan y buscan nuevas vías de ingresos, lo cierto es que la pérdida de rentabilidad los ha hecho más vulnerables a los intereses de accionistas, prestamistas, gobiernos y, en general, a los de cualquiera con dinero que quiera condicionar la agenda pública.

Las fotografías de eventos e inauguraciones arrinconan cada día imágenes espontáneas y noticias que nadie ha cocinado; y en esas fotografías que se superponen, los políticos arrinconan a los protagonistas de los eventos: los artistas galardonados, los edificios inaugurados, los colectivos que celebran “su día” o las asociaciones que presentan sus actividades. Los periódicos están llenos de noticias usurpadas por las autoridades a sus verdaderos protagonistas.

En medio de este panorama, un pequeño grupo de periodistas en paro (quién sabe si valientes o ingenuos) ha decidido recuperar esta cabecera difunta para hacer un medio de comunicación sin accionistas ni préstamos bancarios, y confío en que también sin noticias usurpadas ni ratios de políticos por fotografías publicadas.

En el nuevo Rioja2.com, esta columna debe de ser como un mueble antiguo que los nuevos inquilinos de un piso desempolvan al reabrirlo después de un tiempo cerrado. Quiero pensar que porque no desentona con el nuevo mobiliario. He decidido, no obstante, cambiar de nombre este rinconcito para que podamos hablar más tranquilos en las distancias cortas que en un patio de luz.

La vecina de enfrente

Después de aplaudir con fuerza durante varios minutos, hemos agitado nuestras manos en señal de despedida, por primera vez en tres semanas intuyendo primero nuestras siluetas y poniéndonos rostro después gracias a la hora ganada al sol.

Sale al balcón siempre pasadas las ocho de la tarde, con una especie de bata o vestido largo de color oscuro, y aplaude erguida, a un ritmo lento y fijo, con cierta elegancia. Hasta hoy solo nos observábamos como parte de un todo, recorriendo con la mirada el patio de manzana, pero sin fijarla más de un par de segundos en ninguna figura asomada a la ventana. Como si temiéramos que reconocernos individualmente fuera a reducir el aplauso colectivo a una ovación a nosotros mismos, entre vecinos de edificios enfrentados, conectados inesperadamente por magia del encierro.

Las miradas furtivas los unos a los otros solo se intensifican conforme las manos empiezan a cansarse o el cuerpo a enfriarse, en busca de un final común que respete el espíritu del aplauso coordinado. Es ahí cuando las manos han pasado de palmear a agitarse discretamente, en la primera despedida física, sin pantallas mediante, de esta cuarentena.

Volver a escribir

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Si la memoria no me falla, este es el tercer blog que inauguro. El primero se llamaba Piedra, papel o tijera y estuvo alojado en larioja.com entre 2006 y 2007, cuando todavía vivía en Logroño. Después me emancipé del periódico regional al que tanto me gustaba criticar (¡me iba la marcha!) y abrí Ideas en lata, el blog que me acompañó durante diez años hasta que en marzo de 2017 lo dejé morir por dejación de funciones. No renové el alojamiento por descuido, pero en realidad hacía tiempo que la lata de ideas había ido oxidándose lentamente. Más que una bitácora con vida propia, se había convertido únicamente en un repositorio de los artículos que publicaba en Rioja2 y Bez

Desde hace algunos meses, sin embargo, me ronda la idea de abrir un cuaderno virtual en el que recuperar algunos escritos a los que tengo especial cariño (ver más abajo) y en el que poder desahogarme con los recuerdos y pensamientos que me visitan de vez en cuando. Escribir me ayuda a ordenar las ideas y, además, al fijarlas en caracteres siento que se libera una parte del espacio que ocupaban en la cabeza.

Así las cosas, este blog nace sin otra pretensión que la de ser un rinconcito terapéutico en el que chalar, fundamentalmente, sobre aquellas cosas que las prisas y los convencionalismos sociales silencian en las conversaciones del día a día.

Recuerdos

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Los buenos recuerdos que nuestra memoria atesora suelen componerse de secuencias relativamente completas. Una fotografía, una conversación o el regreso a un determinado lugar nos trasladan en el tiempo y nos ayudan a reconstruir las escenas de un día que quedó felizmente grabado en nuestro cerebro. 

“Llegamos un poco tarde, tú nos estabas esperando ahí sentada, leyendo un libro, ¿te acuerdas?”. Como si los fotogramas se fueran llamando los unos a los otros, recomponemos el trayecto que hicimos de tal a cual lugar, y recordamos el patio interior de aquella heladería en la que paramos a tomar fuerzas y en la que hablamos sobre el peluquero de tu abuela (no fue tan intrascendente como parece). 

Esos buenos recuerdos son una sucesión intercalada de imágenes más o menos borrosas, sabores imprecisos y retazos de conversaciones. Disfrutamos evocándolos e intentando reconstruirlos artesanalmente. Una labor que quizá esté en peligro de extinción ahora que caminamos dejando siempre huellas digitales. 

Hay otra categoría de recuerdos cuyas secuencias son incompletas y nebulosas, difíciles de reconstruir, porque están hechos de un material más intangible: el miedo, la tristeza, el vacío. Cuando estos nos visitan de nuevo, es inevitable evocar momentos pasados en los que experimentamos angustias parecidas. Aquellos momentos tuvieron un lugar, un sonido y a veces también coprotagonistas (reales o imaginarios), pero con el paso del tiempo esa ambientación suele quedar relegada a un segundo plano ante la nitidez del recuerdo puro de la angustia. 

Los buenos recuerdos los construimos y los evocamos. Los malos, en cambio, suelen cocinarse a fuego lento y nos visitan de cuando en cuando. Algunas tardes de domingo pienso que forman una especie de hilo invisible que da continuidad a nuestra vida.

Distancias

Cuarenta minutos de trayecto entre el piso que compartía en Marqués de Vadillo y el campus de la universidad. Una distancia recorrida durante meses de lunes a viernes y a razón de dos trayectos al día. Primero unos minutos de paseo por Madrid Río (entonces recién estrenado) para coger el autobús urbano a Plaza Elíptica y de allí un autobús verde interurbano hasta la autoproclamada capital del Sur.

Cuarenta minutos de un desplazamiento repetido día tras día. Una rutina rota solo por pequeñas variaciones: el retraso de un autobús, la longitud de la fila de espera del siguiente o las paradas en las que alguien pulsaba el botón para bajarse. Pequeñas notas de color en un trayecto que acumulaba caras fijas a medida que se repetía día tras día: las de los conductores que se turnaban para cubrir la línea y las de los pasajeros habituales. Entre estas últimas caras, alguien que compartía el trayecto completo: los cuarenta minutos de rutina entre el barrio y la universidad. 

Compartimos esperas en la parada del autobús y colas en la puerta de salida del interurbano. Separados solo por unos pocos pasos, recorríamos juntos la pequeña distancia que separaba la parada de llegada de un autobús y la puerta de salida del siguiente. Nos bajábamos en la misma parada, en la calle Madrid de Getafe, y caminábamos separados por esos pocos pasos hacia los edificios de la universidad.

Al cabo de las semanas, empezamos a saludarnos en nuestro encuentro matutino en la parada del autobús, pero seguimos respetando esa prudente distancia que nos separaba dentro del autobús y fuera de él. Nunca compartimos asientos contiguos ni caminamos a la par en los pequeños trayectos compartidos a pie.  El discreto saludo matutino acabó formando parte de la rutina y lo repetíamos si a lo largo del día nos volvíamos a cruzar en la universidad o si el fin de semana coincidíamos en la estación de metro del barrio —él con su novia, yo solo—.

Por lo demás, ambos mantuvimos escrupulosamente las distancias como si tuviéramos un pacto implícito para que el rutinario comienzo del día siguiera siendo un poco íntimo y solitario. Nunca hubo una palabra más ni una tímida aproximación. Era una rutina con dos distancias: los cuarenta minutos de trayecto y los pasos de separación entre nosotros. La  vida está llena de distancias: unas se respetan mientras que otras acaban rompiéndose; algunas se acortan y otras se alargan.

Nuha o vidas descartadas

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Descubrí a Bauman en búsqueda de respuestas. Después de hablar del rosa y del azul, de la solidez y la liquidez, de los vínculos humanos, Pablo me recomendó que leyera al sociólogo polaco. Así que robé unos cuantos ratos a los apuntes de Macroeconomía para leer Vida líquida, deteniéndome en unos párrafos y pasando más rápido por otros. Necesitaba encontrar palabras para describir la sensación que me aterrorizaba por aquel entonces: la provisionalidad de un mundo en el que todo fluye sin más. En un movimiento continuo y frenético, lo consumimos todo para acabar desechándolo, aparecemos y un buen día desaparecemos, generando toneladas de desperdicios y basura, pero tapándola para que no huela, para que no nos estorbe, para que podamos seguir consumiendo, desechando, siendo líquidos…

En Bauman encontré algunas respuestas, quizá un poco de consuelo, pero también nuevas preguntas: ¿cómo sobrevivir en la modernidad líquida?, ¿cómo buscar la solidez sin morir en el intento?, ¿por qué desde pequeños nos dicen que hay que ser duros y fuertes?, ¿quizá para que luego podamos fluir en el río de la vida líquida?… ¿Y por qué está mal visto sufrir con la basura?, ¿por qué no podemos llorar ante el cubo de desechos y desperdicios?

Consumo exuberante, esperas ansiosas, existencias atormentadas, corredores hacia ninguna parte, castañas arrebatadas, excesos, muchos excesos… y vómitos… y vidas desechadas. Las palabras de Bauman cobran vida en Nuha o Vidas descartadas, la última creación del Laboratorio de Danza de la UC3M. Una explosión de sentimientos, frustraciones y vivencias, entre la danza y el teatro, a la que asistimos el viernes en La Tabacalera. Es difícil ver Nuha y no sentirse un poco descartado y otro poco productor de residuos, víctima y culpable, al mismo tiempo, de la modernidad líquida.

Nieve, sauna y mermeladas

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Me gustan las mermeladas de frutas del bosque, excepto la de arándanos, que a mi paladar le resulta un poco fuerte y sólo la tolera en pequeñas dosis por tostada. Las de fresas, frambuesas, moras o grosellas están riquísimas y a años luz de esas mermeladas gelatinosas que venden los supermercados españoles. Aquí, al abrir el tarro cada mañana, la cuchara se tropieza inevitablemente con voluminosos trozos de fruta, y el olor y el sabor me recuerdan a esas pequeñas recolecciones de moras y mayatas (fresas silvestres) de los veranos en Torrecilla. Nada que ver con las mermeladas industriales con sabor a concentrado de frutas; las de aquí son de verdad: como las que hacían mis abuelos en el pueblo, rellenando los botes uno a uno y cociéndolos después.

Me gusta vivir rodeado de pequeños bosques convertidos en parques tan naturales que no necesitan los cuidados de ningún servicio municipal de aguas y jardines. Disfruto atravesándolos cada día para ir a la estación de trenes o a la autovía desde donde cogemos el autobús en dirección al centro de la ciudad. Mientras los recorro, pienso que estoy de paseo en un día de asueto, aunque en realidad vaya con el tiempo justo para llegar a clase. Cuando el reloj lo permite, me desvío del camino principal durante unos minutos para sentirme aún más lejos de la civilización. Dejo de andar y miro alrededor y también hacia arriba: a las copas de los árboles. Todo está blanco, como en las postales navideñas, y aunque no hay mucha luz, el reflejo de la nieve ilumina la estampa.

Sudar, esa asquerosidad tan veraniega, que nos pega la ropa al cuerpo, se convierte en un pequeño placer relajante cuando se produce dentro de una sauna finlandesa. La tensión arterial baja y, si consigues evitar que la temperatura excesiva te agobie, diez minutos segregando sudor te liberan un poco de los estreses y las preocupaciones del día. También acompañan el olor a madera, la luz tenue del lugar, y una buena ducha posterior con agua templada, para compensar el acaloramiento. Si al plan le añadimos conversación relajada con amigos y sidra en lata (peor que la asturiana, claro), es fácil entender por qué los finlandeses van a la sauna como quien se va de cañas.

Los hombres van al ejército

Publicado en Rioja2.com el 9 de Noviembre de 2010

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Llegué a Helsinki en septiembre sin saber que el servicio militar es obligatorio en Finlandia. No obstante, es fácil intuirlo si frecuentas el centro de la ciudad durante los fines de semana. La rautatieasema (estación de trenes, en finlandés) se llena de jóvenes con ropa militar que regresan a casa el viernes por la noche y parten de nuevo hacia el cuartel el domingo por la tarde. La escena me llamó poderosamente la atención la primera vez que la vi. No han pasado ni diez años desde que el gobierno de Aznar abolió nuestra mili, pero los mozos con disfraz de camuflaje me parecen una antigualla reminiscente de otra época muy lejana a la mía.

Suelo preguntar a los finlandeses por el servicio militar obligatorio siempre que la conversación lo propicia. Ocurrió, por ejemplo, la semana pasada mientras comía en la universidad con un chico que desciende del territorio que Finlandia perdió tras enfrentarse con la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial. Le pregunté por qué tantos varones (un 80%) siguen alistándose en el Ejército en lugar de optar por el sustitutorio servicio civil. “Los hombres van al ejército, el servicio civil es para gays”, me dijo, medio en broma, medio en serio. Lo cierto es que, mayoritariamente, la mili sigue considerándose una importante obligación con el Estado y los méritos militares logrados son un motivo de orgullo.

Aunque el futuro del servicio militar está ahora más abierto que nunca, es difícil encontrar a alguien que lo cuestione abiertamente en un país cuyos habitantes no acostumbran a protestar demasiado. “Mucha gente mayor tiene todavía presente la guerra con Rusia”, me explica un finlandés que optó por el servicio civil. “Es cierto que no está muy bien visto”, bromea cuando le cuento la respuesta que obtuve en la universidad. Ahora es viernes por la noche, estamos en un bar de estética gótica en Töölö, un barrio del centro que aglutina a jóvenes y estudiantes. Hay otros cuatro finlandeses en la conversación: tres hicieron la mili y sólo uno el servicio civil. Los que fueron al ejército coinciden en los buenos recuerdos de una experiencia que consideran más enriquecedora que penosa.  

El gigante ruso es el mayor argumento, si no el único, para que Finlandia mantenga el servicio militar (seis meses obligatorios, prolongables hasta un año) para los varones de entre 18 y 28 años. Me cuentan que un ex ministro finlandés de Defensa, al ser preguntado por qué la mili seguía siendo necesaria, contestó con tres argumentos: “Rusia, Rusia y Rusia”. El gigante da mucho miedo en este lado de Europa.