El hombre del siglo. ANTONIO MUÑOZ MOLINA. Babelia-ElPaís 02/01/2010

Cuando era joven, en la Viena de principios del siglo XX, la madre de Arthur Koestler fue a la consulta del doctor Sigmund Freud buscando remedio para un tic nervioso. Sesenta y tantos años después, en Harvard, su hijo probó el LSD alentado por el gurú de la contracultura Timothy Leary. Parece mentira que un solo hombre pudiera haber vivido en esos dos mundos tan remotos entre sí, el imperio austro-húngaro y la América chillona y desquiciada de los años sesenta, que tuviera recuerdos vívidos del atentado en Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando y hubiera llegado a conocer en el Londres de su vejez las estridencias del punk y los primeros años del Gobierno de Margaret Thatcher. Será, como dice Eric Hobsbawn, que el siglo XX ha sido muy corto, porque empezó en 1914 y terminó o empezó a terminar en noviembre de 1989. Arthur Koestler no vio el final del comunismo en Europa porque había muerto unos años antes, en marzo de 1983, pero es probable que de haber vivido se habría acordado con una gran sensación de lejanía de los primeros tiempos del sueño de la revolución soviética, que a él también lo arrebató en su juventud.

El historiador Arthur Koestler y su esposa Cynthia, en su casa de Londres
El historiador Arthur Koestler y su esposa Cynthia, en su casa de Londres- CAMERA PRESS. El País

Cuánta historia puede caber en una sola vida. Para contarla, el último biógrafo de Koestler, Michael Scammell, ha trabajado durante veinte años en catorce países de tres continentes, conversado con cientos de testigos, consultado cartas y archivos en no sabe uno cuántos idiomas, al menos aquellos que Koestler hablaba, el húngaro, el alemán, el francés, el hebreo, el ruso, el español, el yiddish. El resultado es un tomo ingente de setecientas páginas, docenas de fotógrafías, centenares de notas, miles de referencias, y el volumen de la investigación contrasta con la figura menuda y huidiza del hombre al que está consagrada, con el secreto último del alma de cada uno, que no conoce nadie. Koestler nació en ese «mundo de ayer» que invocó con tan poderosa melancolía Stefan Zweig: en 1905, en Budapest, en un barrio acomodado, en una familia judía y burguesa. Ya no sabemos imaginar la sensación de permanencia y confortabilidad más bien sofocante que tendría un niño criado en esas circunstancias: tampoco el derrumbe al que asistiría antes de haber salido de la infancia, cuando la guerra arrojó a la familia a la ruina, cuando de un día para otro la derrota militar, la inflación, el desastre económico universal, lo hicieron pasar de privilegiado a paria, condenándolo a una errancia de la que probablemente no se curó nunca, porque nunca pudo estar seguro de la estabilidad de nada. En su vejez inglesa el miedo a las fronteras y a los interrogatorios se había quedado muy atrás para él, pero justo entonces empezó otro acoso, y esta vez no tenía remedio: el ligero temblor en la mano que dificultaba la escritura y resultó ser Parkinson; la leucemia que le minaba silenciosamente la vida.

Imagino a ese biógrafo entregando la suya a la tarea agotadora de seguir los pasos de Arthur Koestler por las encrucijadas del siglo, un Forrest Gump del compromiso político. En 1926 se marchó a Palestina, recién convertido al sionismo, con el propósito de unirse a uno de los primeros kibbutzs, pero el fervor de pionero agrícola sólo le duró dos semanas. En 1931 viajó en el primer zepelín que alcanzaba el Polo Norte y transmitió su crónica en directo por la radio. Para entonces era ya un reportero de éxito, en Alemania se había afiliado en secreto al partido comunista, convencido de que era la única organización que podría resistir con éxito el avance de Hitler, cuya toma del poder consideró inevitable mucho antes de que otros advirtieran su peligro. En el invierno terrible de 1932 recorrió Ucrania mientras millones de campesinos morían de hambre a consecuencias de la colectivización forzosa de la agricultura. Una noche, en un hotel solitario y helado, oyó que alguien tosía en la habitación contigua. Era el poeta negro americano Langston Hugues. En el verano de 1936 se hizo pasar por corresponsal de un periódico húngaro de extrema derecha para entrar desde Lisboa en la zona controlada por el ejército rebelde, buscando pruebas del apoyo italiano y alemán a Franco. En Lisboa, en una recepción diplomática, conoció a un caballero muy conservador y muy partidario de los sublevados que era Gil-Robles. En Sevilla consiguió una entrevista con el general Queipo de Llano, pero un poco antes de acudir a ella se cruzó en el bar de un hotel con un grupo de aviadores y de enviados alemanes, uno de los cuales se lo quedó mirando fijamente. Era el hijo nazi del dramaturgo August Strindberg, que había conocido a Koestler en Berlín y estaba al tanto de sus simpatías izquierdistas. A toda prisa Koestler buscó la manera de escapar de Sevilla y ponerse a salvo en Gibraltar.

No descansaba nunca. Unos meses más tarde estaba en Madrid para cumplir una vaga misión de propaganda que le había encargado el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de la República, Álvarez del Vayo. Recorría la ciudad bullanguera y sanguinaria en un automóvil enorme, conducido por un chófer con uniforme y gorra de plato, un Isotta Fraschini que había pertenecido a Alejandro Lerroux, y que es el mismo modelo entre barroco y funerario en el que Erich von Stroheim lleva a Gloria Swanson en Sunset Boulevard. El Gobierno huyó camino de Valencia el 6 de noviembre porque la caída de Madrid parecía inevitable y Arthur Koestler se unió a la comitiva, un hombre diminuto en un automóvil absurdamente grande, cargado con maletas de papeles de utilidad muy dudosa.

Tenía talento para estar presente en los grandes derrumbes: en la caída de Málaga en febrero de 1937; en la de París en 1940. Los franquistas lo detuvieron en Málaga y pasó noventa y cuatro días en una celda de condenados a muerte de Sevilla, oyendo cada noche las ráfagas de los fusilamientos. Su fe comunista acabó de hundirse cuando Hitler y Stalin se hicieron aliados en 1939. En 1940, en la marea humana de los desesperados que buscaban un barco en el puerto de Marsella, se encontró a Walter Benjamin, que compartió con él algunas de las pastillas que tenía preparadas para suicidarse si lo atrapaban. En 1949, en París, en una fiesta alcohólica, le rompió un vaso en la cabeza a Jean Paul Sartre y le dejó un ojo morado a Albert Camus. En los años sesenta le dio por investigar los fenómenos paranormales, la levitación, la telepatía, la percepción extrasensorial. Fue un activista contra la pena de muerte y el mal trato a los animales y en defensa del derecho personal a la eutanasia. Su lucidez en el análisis de las mentes trastornadas por el totalitarismo y la brutalidad política era compatible con una rudeza extrema en el trato con los otros, especialmente con las mujeres. Se quitó la vida en 1983 antes de que el Parkinson y el cáncer se la hicieran invivible, y su mujer, que era más de veinte años más joven y tenía una salud perfecta, eligió suicidarse a su lado. No se puede saber algo de cómo fue el siglo XX sin haber leído a Arthur Koestler.

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