«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti»

Esta semana en la audiencia general de ayer miércoles, Benedicto XVI la ha dedicado a san Agustín. Es la tercera que le dedica, y no es para menos, pues se trata de una figura clave del pensamiento cristiano. En palabras del mismo Papa podemos decir que:

El itinerario intelectual y espiritual de Agustín representa un modelo de la relación armónica que debe existir entre la fe y la razón. Esta armonía significa ante todo que Dios está cerca de todo ser humano, cerca de su corazón y de su razón. Esta presencia misteriosa de Dios puede ser reconocida en el interior del hombre, porque, como decía Agustín con una expresión muy conocida: «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem Juan Pablo II quiso preguntar al mismo santo qué podía decir a los hombres de hoy y responde sobre todo con las palabras que Agustín confió en una carta dictada poco después de su conversión: «Me parece que se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad» (Epistulae, 1, 1); esa verdad que es Cristo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».

Cfr. texto completo

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 30 enero 2008 (ZENIT.org).-

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Queridos amigos:

Tras la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos volvemos hoy a retomar la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el décimo sexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem. El mismo Papa quiso definir este texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión». (Augustinum Hipponensem, 1). Quisiera afrontar el tema de la conversión en una próxima audiencia. Es un tema fundamental no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. El Evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: «Convertíos». Siguiendo el camino de san Agustín, podremos meditar sobre qué es esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.

La catequesis de hoy está dedicada, por el contrario, al tema fe y razón, que es un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su razonabilidad y no quería una religión que no fuera expresión de la razón, e decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y le llevó a alejarse de la fe católica. Pero su radicalidad era tal que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la misma verdad, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis última cosmológica, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.

Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió Agustín tras su conversión, fe y razón son «las fuerzas que nos llevan a conocer» (Contra Academicos, III, 20, 43). En este sentido, siguen siendo sus dos famosas fórmulas (Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas («cree para comprender») -creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad-, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas («comprende para creer»), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.

Las dos afirmaciones de Agustín manifiestan con eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en el que la Iglesia católica ve su camino manifestado. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helénico. Sucesivamente en la historia esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón, de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.

Precisamente esta cercanía de Dios al hombre fue experimentada con extraordinaria intensidad por Agustín. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir afuera -afirma el convertido-, «vuelve sobre ti mismo. La verdad habita en el hombre interior. Y si encuentras que su naturaleza es mutable, trasciéndete a ti mismo. Pero recuerda al hacerlo así que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete allí donde se enciende la luz misma de la razón» (De vera religione, 39, 72). Él mismo subraya en una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (I, 1, 1).

La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú -reconoce Agustín (Confesiones, III, 6, 11)- estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío», interior intimo meo et superior summo meo; hasta el punto de que, en otro pasaje, recordando el tiempo precedente a su conversión, añade: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me encontraba» (Confesiones, V, 2, 2). Precisamente porque Agustín vivió en primera persona este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta cercanía, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es «un gran enigma» (magna quaestio) y «un gran abismo» (grande profundum), enigma y abismo que sólo ilumina y colma Cristo. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a su verdadero yo, su verdadera identidad.

El ser humano, subraya después Agustín en el De civitate Dei (XII, 27), es sociable por naturaleza pero antisociable por vicio, y es salvado por Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y «camino universal de la libertad y de la salvación», como ha repetido mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21): fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano, sigue afirmando Agustín en esa misma obra, «nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado, nadie será liberado» (De civitate Dei, X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella de modo que Agustín afirma: «Nos hemos convertido en Cristo. De hecho, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros, el hombre total es él y nosotros» (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).

Pueblo de Dios y casa de Dios, la Iglesia, según la visión de Agustín, está por tanto ligada íntimamente al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente integrada en Cristo, quien, según afirma Agustín en una página hermosísima, «reza por nosotros, reza en nosotros, es rezado por nosotros como nuestro Dios: reconocemos por tanto en él nuestra voz y nosotros en él la suya» (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).

En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem Juan Pablo II quiso preguntar al mismo santo qué podía decir a los hombres de hoy y responde sobre todo con las palabras que Agustín confió en una carta dictada poco después de su conversión: «Me parece que se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad» (Epistulae, 1, 1); esa verdad que es Cristo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».

De este modo Agustín encontró a Dios y durante toda su vida hizo su experiencia hasta el punto de que esta realidad –que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús–cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en todo tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.

 

16 comentarios sobre “«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti»

  1. El hombre busca la verdad, pero «esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, fácticas o científicas. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar respuesta más que en el absoluto». Esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante la confianza en el testimonio de los otros, lo cual forma parte de la existencia normal de una persona: «En la vida de un hombre, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal».

    Realizo una síntesis histórica, filosófica y teológica de cómo el cristianismo entró en relación con el pensamiento filosófico antiguo. «Los primeros cristianos, para hacerse comprender por los paganos, no podían referirse sólo a ‘Moisés y los Profetas’; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre».

    Se presenta el ejemplo de los Padres de la Iglesia, los cuales, con la aportación de la riqueza de la fe, «fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos». En la Edad Media se pone el esfuerzo en encontrar las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. De perenne actualidad es la aportación del pensamiento de santo Tomás de Aquino y su visión de una completa armonía entre la fe y la razón, basada en el principio de que «lo que es verdadero, quienquiera que lo haya dicho, viene del Espíritu Santo». «La fe no teme a la razón, sino que la busca y confía en ella».

    La llegada de la época moderna señala la progresiva separación entre la fe y la razón, con el consiguiente cambio del papel desempeñado por la filosofía: de sabiduría y saber universal se fue empequeñeciendo hasta considerarse una más de las tantas parcelas del saber humano. «Algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad por sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica».

    No es exagerado afirmar, dice el Papa, S. Juan Pablo II, «que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas». Algunas de esas filosofías «desembocaron en sistemas totalitarios, traumáticos para toda la humanidad».

    Al comprobar los efectos producidos por esta separación, se puede constatar que «tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal».

    El Papa va más lejos y subraya que es «ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser».

    «Han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre los filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y fundamento último de la vida humana, personal y social».

    Juan Pablo II plantea un problema que suscitará un eco entre los hombres de cultura: ¿por qué diversos movimientos filosóficos contemporáneos insisten en subrayar la debilidad de la razón, impidiéndole de hecho ser ella misma, difundiendo así un escepticismo generalizado? Si con la Veritatis splendor el Papa quiso llamar la atención sobre algunas verdades de orden moral que habían sido mal interpretadas, con Fides et ratio quiere referirse a la «verdad misma» y su «fundamento» en relación con la fe. La Iglesia, afirma, «considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar en la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen».

    Así pues, ciento veinte años después de la encíclica Aeterni Patris de León XIII (1879), Fides et ratio propone nuevamente el tema de la relación entre fe y razón, y hace ver las consecuencias negativas de la separación entre ambas. El Papa dice que, aunque parezca paradójico, la razón encuentra su apoyo más precioso en la fe, mientras que la fe cristiana, por su parte, tiene necesidad de una razón que se fundamente en la verdad para justificar la plena libertad de sus actos.

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  2. «Nos hiciste para Ti y nuestro corazÓn estÁ inquieto hasta que descanse en ti»

    SANTA MISA DE APERTURA DEL CAPÍTULO GENERAL DE LA ORDEN DE SAN AGUSTÍN
    Basílica romana de los santos Trifón y Agustín Miércoles
    28 de agosto de 2013

    Fuente: Vaticano

    «Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Las Confesiones, i, 1, 1). Con estas palabras, que se han hecho célebres, san Agustín se dirige a Dios en las Confesiones, y en estas palabras está la síntesis de toda su vida.

    «Inquietud». Esta palabra me impresiona y me hace reflexionar. Desearía partir de una pregunta: ¿qué inquietud fundamental vive Agustín en su vida? O tal vez debería decir más bien: ¿qué inquietudes nos invita a suscitar y a mantener vivas en nuestra vida este gran hombre y santo? Propongo tres: la inquietud de la búsqueda espiritual, la inquietud del encuentro con Dios, la inquietud del amor.

    La primera: la inquietud de la búsqueda espiritual. Agustín vive una experiencia bastante común hoy: bastante común entre los jóvenes de hoy. Es educado por su madre Mónica en la fe cristiana, aunque no recibe el bautismo, pero creciendo se aleja, no encuentra en ella la respuesta a sus interrogantes, a los deseos de su corazón, y es atraído por otras propuestas. Entra entonces en el grupo de los maniqueos, se dedica con empeño a sus estudios, no renuncia a la diversión despreocupada, a los espectáculos del tiempo, intensas amistades, conoce el amor intenso y emprende una brillante carrera de maestro de retórica que le lleva hasta la corte imperial de Milán. Agustín es un hombre «acreditado», tiene todo, pero en su corazón permanece la inquietud de la búsqueda del sentido profundo de la vida; su corazón no está dormido, diría que no está anestesiado por el éxito, por las cosas, por el poder. Agustín no se encierra en sí mismo, no se acomoda, sigue buscando la verdad, el sentido de la vida, continúa buscando el rostro de Dios. Cierto, comete errores, toma también caminos equivocados, peca, es un pecador; pero no pierde la inquietud de la búsqueda espiritual. Y de este modo descubre que Dios le esperaba; más aún, que jamás había dejado de buscarle Él primero. Desearía decir a quien se siente indiferente hacia Dios, hacia la fe, a quien está lejos de Dios o le ha abandonado, también a nosotros, con nuestros «alejamientos» y nuestros «abandonos» respecto a Dios, pequeños, tal vez, pero hay muchos en la vida cotidiana: mira en lo profundo de tu corazón, mira en lo íntimo de ti mismo, y pregúntate: ¿tienes un corazón que desea algo grande o un corazón adormecido por las cosas? ¿Tu corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o lo has dejado sofocar por las cosas, que acaban por atrofiarlo? Dios te espera, te busca: ¿qué respondes? ¿Te has dado cuenta de esta situación de tu alma? ¿O duermes? ¿Crees que Dios te espera o para ti esta verdad son solamente «palabras»?

    En Agustín es precisamente esta inquietud del corazón lo que le lleva al encuentro personal con Cristo, le lleva a comprender que ese Dios que buscaba lejos de sí es el Dios cercano a cada ser humano, el Dios cercano a nuestro corazón, más íntimo a nosotros que nosotros mismos (cf. ibid., III, 6, 11). Pero igualmente en el descubrimiento y en el encuentro con Dios, Agustín no se detiene, no se arrellana, no se cierra en sí mismo como quien ya ha llegado, sino que continúa el camino. La inquietud de la búsqueda de la verdad, de la búsqueda de Dios, se convierte en la inquietud de conocerle cada vez más y de salir de sí mismo para darlo a conocer a los demás. Es justamente la inquietud del amor. Desearía una vida tranquila de estudio y de oración, pero Dios le llama a ser Pastor en Hipona, en un momento difícil, con una comunidad dividida y la guerra a las puertas. Y Agustín se deja inquietar por Dios, no se cansa de anunciarlo, de evangelizar con valentía, sin temor, busca ser la imagen de Jesús Buen Pastor que conoce a sus ovejas (cf. Jn 10, 14), más aún, como me gusta repetir, que «percibe el olor de su rebaño», y sale a buscar las perdidas. Agustín vive lo que san Pablo indica a Timoteo y a cada uno de nosotros: anuncia la palabra, insiste en el momento oportuno y no oportuno, anuncia el Evangelio con el corazón magnánimo, grande (cf. 2 Tm 4, 2) de un Pastor que está inquieto por sus ovejas. El tesoro de Agustín es precisamente esta actitud: salir siempre hacia Dios, salir siempre hacia el rebaño… Es un hombre en tensión, entre estas dos salidas; no «privatizar» el amor… ¡siempre en camino! Siempre en camino, decía Padre, usted. ¡Siempre inquieto! Y ésta es la paz de la inquietud. Podemos preguntarnos: ¿estoy inquieto por Dios, por anunciarlo, para darlo a conocer? ¿O me dejo fascinar por esa mundanidad espiritual que empuja a hacer todo por amor a uno mismo? Nosotros, consagrados, pensamos en los intereses personales, en el funcionalismo de las obras, en el carrerismo. ¡Bah! Tantas cosas podemos pensar… Por así decirlo ¿me he «acomodado» en mi vida cristiana, en mi vida sacerdotal, en mi vida religiosa, también en mi vida de comunidad, o conservo la fuerza de la inquietud por Dios, por su Palabra, que me lleva a «salir fuera», hacia los demás?

    Y llegamos a la última inquietud, la inquietud del amor. Aquí no puedo no mirar a su mamá: a Mónica. ¡Cuántas lágrimas derramó esa santa mujer por la conversión del hijo! ¡Y cuántas mamás también hoy derraman lágrimas para que los propios hijos regresen a Cristo! ¡No perdáis la esperanza en la gracia de Dios! En las Confesiones leemos esta frase que un obispo dijo a santa Mónica, quien pedía que ayudara a su hijo a reencontrar el camino de la fe: «No es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas» (III, 12, 21). El propio Agustín, tras la conversión, dirigiéndose a Dios, escribe: «mi madre, fiel sierva tuya, llorábame ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos» (ibid., III, 11, 19). Mujer inquieta, esta mujer, que al final dice esa bella palabra: cumulatius hoc mihi Deus praestitit! [superabundantemente me ha concedido esto mi Dios] (ibid., IX, 10, 26). ¡Aquello por lo que ella lloraba, Dios se lo dio abundantemente! Y Agustín es heredero de Mónica, de ella recibe la semilla de la inquietud. He aquí, entonces, la inquietud del amor: buscar siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada, con esa intensidad que lleva incluso a las lágrimas. Me vienen a la mente: Jesús que llora ante el sepulcro del amigo Lázaro; Pedro que, tras haber negado a Jesús, encuentra la mirada rica de misericordia y de amor y llora amargamente; el padre que espera en la terraza el regreso del hijo y cuando aún está lejos corre a su encuentro; me viene a la mente la Virgen María que con amor sigue a su Hijo Jesús hasta la Cruz. ¿Cómo estamos con la inquietud del amor? ¿Creemos en el amor a Dios y a los demás? ¿O somos nominalistas en esto? No de modo abstracto, no sólo las palabras, sino el hermano concreto que encontramos, ¡el hermano que tenemos al lado! ¿Nos dejamos inquietar por sus necesidades o nos quedamos encerrados en nosotros mismos, en nuestras comunidades, que muchas veces es para nosotros «comunidad-comodidad»? A veces se puede vivir en una vecindad sin conocer a quien tenemos al lado; o bien se puede estar en comunidad sin conocer verdaderamente al propio hermano: con dolor pienso en los consagrados que no son fecundos, que son «solterones». La inquietud del amor impulsa siempre a salir al encuentro del otro, sin esperar que sea el otro quien manifieste su necesidad. La inquietud del amor nos regala el don de la fecundidad pastoral, y nosotros debemos preguntarnos, cada uno de nosotros: ¿cómo va mi fecundidad espiritual, mi fecundidad pastoral?

    Rogamos al Señor por vosotros, queridos agustinos, que iniciáis el capítulo general, y por todos nosotros, que conserve en nuestro corazón la inquietud espiritual de buscarlo siempre, la inquietud de anunciarlo con valentía, la inquietud del amor hacia cada hermano y hermana. Que así sea.

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  3. «Lo que peor soporta el ser humano es la mala conciencia», afirma el psiquiatra Dominique Megglé
    La clave de la felicidad, sostiene el doctor Megglé, consiste en agradecer lo mucho que recibimos y liberarnos del peso del resentimiento mediante el perdón.

    27 agosto 2019
    Historias de superación
    Moral

    ¿Hay un modo cristiano de ser terapeuta en psicología? Es solo una de las cuestiones a las que responde el doctor Dominique Megglé, psiquiatra, especialista en hipnosis ericksoniana, y autor de numerosas obras de psicología (entre ellas Les thérapies brèves), en una entrevista publicada en La Nef recogida en su día por ReL, donde explica también dónde está la clave para alcanzar en este mundo una razonable felicidad:

    El doctor Dominique Megglé, de 64 años, es francés nacido en Casablanca (hoy Marruecos), está casado y tiene 7 hijos y 6 nietos. Su currículum incluye abundantes méritos profesionales y reconocimentos públicos, además de varios libros convertidos en bestseller.

    -En el ámbito de la psicología, ¿tiene sentido la idea de «terapeuta cristiano»? O, dicho de otro modo, el hecho de ser cristiano ¿proporciona un punto de vista concreto a la práctica de la psicología o la psiquiatría?

    -En griego, «terapia» es el cuidado, es decir, todas las técnicas que alivian y, si es posible, que curan. Eran los médicos quienes, al haber estudiado la naturaleza y guiados por el Juramento de Hipócrates, se ocupaban de curar. Los cristianos de los primeros siglos eran llamados «terapeutas» porque el mensaje de amor de Jesucristo que ellos transmitían aliviaba a las gentes de bien de sus miserias físicas y mentales. Al convertirlos, les proporcionaban felicidad. Aliviaban los corazones y los cuerpos. En este sentido, podemos hablar de «terapia cristiana» por medio de la conversión. La psicología moderna retoma el sentido primigenio de «terapia», el de los griegos. Se trata, por tanto, de técnicas que sanan la naturaleza humana. Pío XII describía al médico como «ministro de Dios sobre la naturaleza». No le pedía intervenir a nivel religioso, hacer de sacerdote. En este sentido, no puede haber ni terapia ni terapeuta cristiano.

    »Sin embargo, cuando un médico cura el psiquismo, su concepción de la naturaleza humana tiene un papel fundamental en los cuidados que proporciona. Si cree que no hay naturaleza humana, que el hombre está totalmente condicionado por sus pulsiones, que no es inmortal y que su único objetivo razonable no puede ser otro más que gozar de los sucesivos placeres mientras viva, no llevará a cabo su terapia de la misma manera que el médico que cree que existe una ley natural, que el hombre es libre -aunque se trate de una libertad obstaculizada-, que puede dominar sus pulsiones y, por consiguiente, cambiar, que está en constante transformación y que está destinado a una felicidad eterna en Dios. El primero ve en el hombre a un mamífero superior; el segundo ve a una persona. El primero cree que la vida y el sufrimiento no tienen sentido; para el segundo, sí lo tienen. El resultado será que la visión pesimista del primero afectará a sus resultados terapéuticos en comparación con el segundo. ¿Cómo dar esperanza a un deprimido si pensamos que la vida es absurda?

    »Por todas estas razones, las nociones de terapia cristiana y de terapeuta cristiano tienen un sentido. El hecho de ser cristiano aporta un enfoque muy eficaz a la práctica de la psicología y la psiquiatría. Un enfoque, es decir, una inspiración subyacente y una orientación estratégica. En cambio, el hecho de ser cristiano no aporta nada a la materialidad de las técnicas terapéuticas utilizadas: estas son únicamente competencia de la ciencia. En resumen: no nos presentamos como «terapeutas cristianos». Si uno es malo a nivel técnico, ¡seguirá siendo malo aunque sea cristiano! Es mejor que el cristiano que desee iniciar una terapia se dirija a un buen terapeuta no creyente, que a uno malo que se presenta como cristiano. He conocido a algunos maravillosos, llenos de humanidad y dedicación, hombres de buena voluntad.

    -¿Qué actitud le parece que es indispensable en un terapeuta en el ejercicio de su profesión?

    -La amabilidad. Los estudios científicos han demostrado que sólo el 15% de la eficacia de las terapias descansa en las técnicas específicas; el 85% descansa en factores llamados no específicos: bondad y honestidad del terapeuta, motivación del paciente.

    »La amabilidad es considerar a la persona que pide la consulta como única, tan única como sus huellas digitales; es decirnos a nosotros mismos que, por muy extraño que nos parezca su comportamiento, seguramente tiene buenos motivos para actuar así; asegurarnos que tiene, en su interior, los recursos para avanzar y que, dado que los ignora, es nuestro trabajo ayudarla a descubrirlos; y, con este fin, debemos unirnos a esta persona en su sufrimiento para que se sienta comprendida de verdad. Así, cuando esta persona se diga a sí misma: «Este tipo me ha comprendido», de golpe, no se sentirá sola, su sufrimiento empezará a aliviarse y estará dispuesta a colaborar.

    -Actualmente, debido a la disminución en la práctica, las personas ya no confían en los sacerdotes, sino en su psicólogo o psiquiatra: los segundos han reemplazado a los primeros. ¿Ejercen la misma función con las personas?

    -Es innegable que hemos reemplazado a los sacerdotes. Ciertamente, a menudo, los sacerdotes no están preparados, o lo están poco, ante los problemas psicológicos; pero, sobre todo, no es su vocación y nuestra función no es la misma. Conmigo, el paciente no viene a encontrarse con el hombre de Dios, sino con el técnico del psiquismo, con la persona que volverá a enderezar su cerebro. Conmigo nunca acabará de rodillas con un Ego te absolvo.

    -Como psiquiatra, ¿cómo establece usted la distinción entre problemas espirituales y psicológicos? ¿Hay sacerdotes que le han enviado pacientes? Y, a la inversa, ¿ha enviado usted a pacientes a ver a un sacerdote?

    -A menudo, hay sacerdotes que me envían pacientes, laicos, seminaristas u otros sacerdotes. A veces son los propios sacerdotes los que vienen a mi consulta. La patología psiquiátrica más común entre los sacerdotes es el burn out [agotamiento], como sucede en Orange o en otras grandes empresas, y como sucede actualmente en todas partes cuando tenemos la suerte de trabajar. La gente está estresada, agotada. Sería necesario que estos sacerdotes rezaran más, acogieran más a menudo a su grey y tuvieran menos reuniones, concelebraran menos y, sobre todo, que se sintieran más rodeados de afecto. Volverían a recuperar su vocación. ¡Qué vuelvan a leer a Dom Chautard!

    Jean-Baptiste Chautard (1858-1935) fue un monje trapense autor de un libro de espiritualidad ya clasico, El alma de todo apostolado, un libro de 1907 en torno a la idea de que el apostolado es imposible sin la oración y la vida interior.

    »Los rectores de seminarios y los maestros de novicios a menudo se desesperan con sus jóvenes, producto de una sociedad desorientada y a quienes faltan puntos de referencia. Como en el siglo V, cuando San Benito escribió su Regla en un mundo romano en decadencia: en el capítulo IV pide a sus monjes «no matar». A monjes, que deberían estar en el camino de la santificación, ¡les pide que no maten! Aún no estamos a este nivel con nuestros jóvenes.

    »¿Si envío a pacientes para que hablen con un sacerdote? Claro. El duelo, los conflictos de conciencia morales y religiosos… Sí, envío a personas que creo que necesiten una ayuda más elevada que mi pequeña psicología y que pueda sanar la suya.

    »Termino con la primera parte de su pregunta. Como psiquiatra, no tengo los elementos para distinguir entre problemas psicológicos y espirituales. No existen criterios. Admito que se habla de «problemas psicológicos». Cuando usted tiene un problema, tiene que resolverlo. Es lo que nosotros intentamos hacer. Pero un problema es algo que concierne a la matemática, la física, la ciencia o la técnica, lo que usted quiera. Tiene que encontrar una explicación lógica rigurosa que lo explique y lo resuelva.

    »Pero, ¿cómo hablar de un «problema espiritual»? ¿Cómo hablar de «problema» cuando se trata del Mal? ¿Acaso es un «problema» que ese joven de veinte años haya muerto fulminado por un infarto en un partido de tenis, o que esa mujer de cincuenta años haya muerto de un cáncer de pulmón dejando a cinco hijos, o que ese anciano muera de Alzheimer sin reconocer a sus hijos? ¿Puede usted resolver esto? ¿Tiene usted una explicación? No. Estos no son «problemas», sino un misterio, el del Mal. Debemos inclinar la cabeza, aceptar y entrar en el misterio. Es a lo que nos invita Nuestro Señor, en la Cruz, como única actitud inteligente y fructífera.

    »Los planos espiritual y psicológico no están al mismo nivel. Cuando tenemos un problema psíquico o físico, por un lado tenemos que intentar resolverlo con un técnico, un terapeuta y, por el otro, por medio de la oración, tenemos que intentar aceptarlo y discernir qué quiere Dios para nosotros y ofrecérselo. Cuando veo a un paciente le ayudo a solucionar su problema, pero veo también a un hombre por el que Jesús derramó Su Sangre, y a Jesús sufriendo en este hombre. Este es el motivo por el que rezo por mis pacientes.

    -¿Dónde se sitúa el problema de la posesión diabólica y la distinción entre el papel del exorcista y el del psicólogo?

    -No le corresponde al psiquiatra plantearse la cuestión de una probable posesión diabólica. Dicho esto, si es cristiano, sabe que la posesión siempre es posible sobre todo porque el demonio, ejercitando la imaginación, puede fingir todos los escenarios de la patología mental; sin embargo, la mayoría de ellos tienen una causa natural. No obstante, sucede que con ciertos pacientes tengo la firme suposición de que el diablo está presente. Creo que esta percepción ocasional viene de mi confirmación. En estos casos aconsejo consultar al exorcista diocesano para saber qué piensa. Pero, ¡nunca le digo a la persona que está poseída o infestada! No soy competente en materia.

    -Nuestras sociedades modernas deconstruyen sistemáticamente toda la antropología tradicional de nuestra civilización, hasta el punto de que incluso los conceptos de hombre y mujer ya no están claros (ideología de género). ¿Qué impacto tiene todo esto en términos psicológicos sobre la población?

    -Actualmente, ya nadie sabe lo qué es ser hombre o ser mujer. Hay una des-diferenciación de los roles correspondientes. Las mujeres, «liberadas» por la anticoncepción, ya no tienen ningún límite. Algunas son presa de una ambición profesional desenfrenada, la misma que antes reprochaban a los hombres. Antes de los 60 años, la aplastante mayoría de los divorcios los solicitan las mujeres. Esta des-diferenciación e inestabilidad de los hogares son causa de un enorme sufrimiento psíquico, tanto para los adultos como para los niños (depresión, problemas de ansiedad). Los hombres tienen miedo de las mujeres de un modo nuevo. Lo vemos en especial en la evolución de la histeria, que es una patología del deseo. La histeria se ha agravado y los hombres adoptan, hoy en día, los comportamientos histéricos que tenían las mujeres hace un siglo, cuando eran el sexo oprimido. Los profesionales están perplejos.

    James Dean, borracho, monta un número en comisaría en Rebelde sin causa (1955), de Nicholas Ray.

    -Nuestra sociedad incita enormemente a considerar el propio interés más que el interés del otro, y la literatura psicológica muestra que cada vez más tenemos que afrontar fenómenos de perversión, hasta llegar a los «perversos narcisistas». En su opinión, ¿a qué se debe esta evolución y que se puede hacer para frenarla?

    -Esta sociedad individualista y con deseos sin límite favorece la aparición y la multiplicación de perversos. Se utiliza al otro para el propio gozo narcisista y cuando ya lo hemos estrujado del todo, lo hemos consumido y agotado, lo tiramos. Al otro sólo le quedan los ojos para llorar. Lo vemos en las empresas y en las relaciones hombre-mujer. Es el resultado del mayo del 68. Al término psicologizante y tan vulgarizado de «perversos narcisistas», prefiero el término antiguo, más simple, de «persona cruel». Queda todo más claro. Un perverso narcisista no es más que una persona cruel. Entonces, en definitiva, lo que usted me pregunta es cómo frenar la maldad en el mundo… Pregúntele a Jesús. Hay un sólo camino: hacer avanzar el amor. Es el Evangelio.

    -¿Hay un vínculo entre problemas como la depresión o la ansiedad y el mal uso de la libertad? La libertad, ¿puede ser un peligro?

    -Todo lo que acabamos de decir lo demuestra. Es debido a un mal uso de nuestra libertad por lo que esta sociedad ha pasado a ser una sociedad individualista, desenfrenada, productora de personas crueles a diestro y siniestro, una sociedad que destroza cada vez más hogares, que acosa a las personas en los lugares de trabajo. Todo esto es el resultado de múltiples actos personales, libres, inmorales. Pero esto va más allá.

    »Como usted bien sabe, existe una psiquiatría veterinaria. Los caballos y los perros pueden tener depresiones. Tienen un psiquismo (memoria, imaginación, inteligencia estimativa), que puede sufrir antes ciertas experiencias dolorosas, de su educación o de su biología. Los humanos tienen este mismo tipo de sufrimiento, pero tienen, además, otra forma de sufrimiento psíquico que los animales no tienen. Son todos los desórdenes provocados en ellos por las perturbaciones de la conciencia moral. Nunca hemos visto a un perro teniendo que responder de sus actos de justicia, como los nazis en Nuremberg. Recuerdo un hombre que tuvo una severa depresión tras haber sido condenado injustamente a prisión, pero con libertad condicional: había sido acusado falsamente por su ex mujer de haber abusado de su hija y el tribunal había dado la razón a la mentirosa.

    »Lo que peor soporta el ser humano es la mala conciencia. Un solo ejemplo. Una mujer de 40 años vino a mi consulta porque sufría de depresión. Su vida era un fracaso. Desde hacía quince años tenía relaciones sentimentales que no llevaban a ninguna parte, empezaba cursos de formación profesional que nunca acababa. Me pregunté si no tendría un problema de conciencia y le planteé la pregunta: «¿No será que en su vida usted hizo en una ocasión algo malo, verdaderamente malo?». Tras negarlo inicialmente, se echó las manos a la cabeza y empezó a llorar. Cuando tenía 25 años, había sido estudiante de enfermería (su primera formación). El día de su evaluación tenía que pinchar a un enfermo. Entre la sala de curas y la habitación del paciente se dio cuenta de que se había equivocado de medicación inyectable. A pesar de todo pinchó al paciente para no tener una mala nota en su evaluación. Y, de nuevo, quince días después, volvió a hacerlo y pinchó deliberadamente a un enfermo con la medicación equivocada. Su conciencia la había juzgado: era una mujer mala, ya no era fiable ante sus propios ojos. Abandonó sus estudios de enfermería y, a partir de entonces, su conciencia la perseguía.

    »Entonces, sí, claro que sí, la libertad puede ser peligrosa para nuestra salud psíquica cuando la utilizamos para el mal; y, evidentemente, es beneficiosa cuando la utilizamos para el bien. ¿Sabe una cosa? Tengo la fórmula de la felicidad.

    -¿Cómo que tiene usted la fórmula de la felicidad?

    -Sí, se resume en dos palabras: gracias y perdón. Una persona capaz de gratitud, que se da cuenta de todo lo que ha recibido desde su nacimiento, y de lo que recibe diariamente de Dios y de los otros, y que lo expresa con frecuencia, tendrá el corazón lleno de alegría. Estará bien.

    »En lo que respecta al perdón, no es una pizarra mágica gracias a la cual borramos el mal que nos han hecho y que, así, ya no existiría. No, es condonar las ofensas. Cuando alguien nos hace daño, nos coge algo que nos pertenece (dinero, reputación, etc.), se convierte en nuestro deudor y nosotros en su acreedor, hasta que él nos devuelva lo que nos ha quitado: es la justicia. Pero nosotros podemos decidir condonarle la deuda, la ofensa: es el perdón. ¿Por qué perdonar? Porque la mayor parte de nuestros deudores no nos devolverán jamás lo que nos han cogido. Entonces, es inútil torturarnos persiguiendo una justicia ilusoria. Mientras nosotros no perdonemos le daremos vueltas y vueltas a nuestro crédito, seremos presa de un resentimiento que puede hacernos enfermar. Resentidos, nuestra mente no podrá dejar de pensar en la persona que nos ha ofendido, en el deudor, seremos sus esclavos y los papeles se habrán invertido injustamente. Al perdonarle, rompemos la cadena que nos mantiene esclavizados, somos liberados y nos sentimos aliviados. Claro está, humanamente hablando no todo se puede perdonar. A los cristianos que sufren porque no creen que puedan perdonar el mal que les han causado, les aconsejo que lo depositen en el Corazón abierto de Jesús en la Cruz, y de no ocuparse más de ese mal. Aunque su psiquismo mantenga la impresión de no haber perdonado, en realidad, con la fe, han perdonado porque Jesús ha cogido en brazos su horror y ha perdonado en su nombre. De esta manera empieza, para ellos, el camino de un apaciguamiento cada vez mayor.

    »Muchas gracias, querido amigo, por haber dejado que me expresara para sus lectores y pido perdón por haberme extendido tanto.

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