De buenos y malos profesores


Es curioso cómo una persona en la que no has pensado desde hace años te aborda de pronto y parece que todo a tu alrededor te recuerda a ella: la ves en un lugar inesperado, sale en una conversación sin venir a cuento, recuerdas alguna anécdota relacionada con ella...
Hablando hoy con mi hermano sobre profesores del instituto, los dos nos hemos acordado de Yolanda. Yolanda fue mi profesora de literatura en tercero de BUP. Era una mujer apasionada por su asignatura y con unos enormes conocimientos sobre ella, pero tenía el pequeño gran defecto de creer que ella era la única capaz de comprender la grandeza de la literatura que enseñaba. Sus clases, para alguien que adorara la asignatura, eran amenas; sabía mucho y sabía expresar su sabiduría, buscaba siempre los mejores ejemplos, te hacía disfrutar de un texto. Pero no lo hacía así porque fuera la mejor manera de que nosotros aprendiéramos, sino porque ella era así, teníamos la suerte de que se explicaba así. A nosotros, sus alumnos de letras que habíamos elegido estar allí porque nos gustaba la literatura y no porque no nos quedara otro remedio, nos dedicaba perlas como "aunque no sé para qué os cuento esto, porque no creo que estéis entendiendo una sola palabra", o "y luego en el examen me lo ponéis todo al revés, porque nunca escucháis", o "a vosotros no os importa, ya lo sé: si no tiene que ver con kalimotxo o el fin de semana, os da igual".
Pero no nos daba igual, o al menos a mí no. Yo absorbía todo lo que aquella mujer nos decía -hablando para el cuello de su camisa y muy rápido, como queriendo soltar lo que tenía que contar lo más rápido posible para salir de allí cuanto antes-, apuntaba hasta la última coma, quería saber tanto como sabía ella. Le escribía trabajos con los que me pasaba horas, quería que me dijera "muy bien", "lo vas pillando", "me alegra ver que alguien aprovecha lo que digo", o que simplemente no me llamara idiota a la cara. Todo fue en vano. Una vez le escribí una redacción de tres folios, tres, a mano y letra diminuta. No me puso nota (ni a mí ni a nadie) y la única marca de boli rojo que encontré como prueba de que lo había leído fue una "b". Sobre la palabra "oveja". Se me cayó un ídolo. Y no tuve huevos para ir a decirle que se había equivocado.
En la tercera evaluación, nos dio a elegir entre una selección de libros para que le hiciéramos un trabajo. No recuerdo cuáles eran (Fortunata y Jacinta y algún otro), pero recuerdo que La Regenta era, con mucho, el más largo. "Por supuesto, ya sé que nadie va a elegir La Regenta, aparte de una o dos personas (miradita al grupo que siempre contestaba bien a sus preguntas -yo no lo hacía porque me daba pavor equivocarme-); sois hijos del mínimo esfuerzo". Yo escogí La Regenta, claro, aún quería un "bien hecho, Ruth" que nunca llegó. Le hice un trabajo de sobresaliente. Me leí el libro dos veces. Pasé horas asegurándome que hasta la última coma estaba en su sitio. Ella corrigió los trabajos. "Algunos me habéis hecho una presentación de universidad (los cuatro que tenían ordenador, que eran también los que siempre contestaban bien) y otros habéis copiado la sinópsis de la cubierta del libro. Os debéis creer que soy tonta". Me dio mi trabajo. Me había puesto un bien, y en la sinópsis una gran nota en rojo: Copiado letra por letra de la contraportada.
Aunque ahora considero un priropo que creyera que lo había copiado, cuando salí de clase, lloré. Y no tuve narices de decirle que lo había escrito yo.
El otro día, en el sarao en el que le dieron el premio a mi hermano, estaba ella. A su hija (hija que tuvo cuando era mi profesora, se cogió la baja un viernes y dio a luz el sábado; hija a la que le di extraescolares mientras estudiaba magisterio, cosas tiene la vida) le habían dado un premio en la categoría de los pubertillos, como no podía ser de otra manera con semejante madre. Yolanda estaba a dos asientos de mi hermano, justo detrás de mí. Ni me planteé el darme la vuelta, sabía que no me iba a conocer. A Yolanda le encantaba la literatura, pero nosotros, no. Nosotros éramos, sin duda, lo peor de su trabajo.
Una pena. Podía haber recordado a Yolanda como la mejor profesora de literatura que he tenido, pero la recuerdo como lo que pudo ser y no fue. El título al mejor profe se lo llevó el del año siguiente, que sabía tanto como Yolanda y transmitía incluso mejor, pero que además sabía mi nombre, me paró en mitad de la calle para felicitarme por un premio que me habían dado y me puso el notable que merecía mi esfuerzo.
Una pena, ya digo. Con todo, al que me pregunta le digo que Yolanda era buena profesora. Si te gustaba la literatura, claro.

12 comentarios:

Anónimo dijo...

El único profesor cuyo carisma hizo que yo me esforzara en sus clases fue (flipa flipa) el de educación física.
Para una persona a la que siempre le han sobrado un par de kilos, que siempre lo intentaba (y sólo alguna vez lo conseguía), cada vez que lo intentaba él venía a alentarme y me llamaba "mi atleta".
Así se motiva, sí señor...

AdR dijo...
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jose.etxeberria dijo...

Yo sentí cosas parecidas en mi paso por la escuela.
Recuerdo perfectamente cuando en clase de ¡religión! nos pidieron escribir una poesía sobre el amor. Yo era bastante redicho y tenía un vocabulario muy amplio. Escribí una cursilada, el profe-cura me la hizo leer... y tuvo los "santos cojones" de preguntarme, delante de todos, a ver de dónde la había acopiado. Tuve que asegurarle un par de veces que era mía para que me creyera, con reticencias. Nunca me había sentido tan humillado.
Esa gente te quitaba las ganas de todo.

Leticia Zárate dijo...
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Joseba M. dijo...
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Miguel Sanfeliu dijo...

Yo también guardo buenos recuerdos de mis profesores de literatura. En especial de uno, D. Vicente, que era un hombre muy afable al que le encantaba contarnos historias.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Leo y me indigno (qué va, sólo un poco) cuando la señorita maripuchi nos pide que flipemos con eso de que su profesor de educación física era quien le motivaba.

El cine está cerca de la literatura como dice Joseba M., pero te aseguro que la mente (y el alma, de existir) están más cerca del cuerpo. De hecho cada vez estoy más convencido de que son la versión terrenal de la santísima trinidad ("terrenísima duidad"?). Qué manía con separar lo inseparable...

Soy casi licenciado en educación física y currante del mundillo años ha, y cada vez conozco más, tanto a mí como al ser humano en general, gracias al cuerpo y lo que representa (a nosotros mismos). Al fin y al cabo somos conductas, cuerpos y mentes no existen el uno sin el otro. No son.

Me rodeo de gente del ámbito, y somos muuuchos los no enganchados al gimnasio y al espejo, y sí a las letras y a las personas.

Sirva yo de ejemplo, que de vez en cuando se me cruza el cable, y me da por escribir.

Besillos de anónimo (el mismo del día del premio de Jon, para que me conozca usted, señorita Ruth).

Javier Vizcaíno dijo...

¡Jo! Creo que eres demasiado buena persona. Yo le hubiera soltado cuatro o cinco frescas a la frustrada. Piensa que, aunque te hizo sufrir, tú pudiste superarlo. seguro que otros compañeros/as a lo largo de diferentes años pudieron haber perdido la fe justamente en la clase de la tal Amparo.

Luis Vea dijo...

Qué desolación haber sentido esa impotencia en algún momento de tu vida. Me alegra sin embargo que hayas sabido encajarla y que por culpa de aquella mala docente ahora no seas otra "odiadora" de la literatura. Me reconforta saber que las personas con criterio saben apartar las piedras del camino.
Un saludo.

Tanhäuser dijo...

Era bastante frecuente lo que tú comentas. Yo creo que se debía al hecho de la poca formación docente que tenían muchos profesores de secundaria. Ellos eran personas que habían estudiado una carrera (dura, seguramente) y que tras pasar un cursillo infame (el CAP) ya se les consideraba profesores. ¿Quién les enseñó cómo se gestiona un grupo? ¿Sabían cuáles son los problemas de la adolescencia? ¿Conocían técnicas innovadoras de enseñanza-aprendizaje? Pues no, con toda seguridad.
Afortunadamente, esto empieza a cambiar y a los profesores de secuendaria se les exigirá un máster de un año que les dote de esos conocimientos imprescindibles para desarrollar su maravilloso trabajo, pero que no han podido adquirir en las aulas de sus facultades.
Besos, Ruth

Max Estrella dijo...

A mi me ocurrió algo parecido y justamente también en tercero de BUP...la diferencia es que esta profesora aparte de amar su profesión,sí que se quedaba con los que queríamos más,nos dejaba libros y estaba encantada de "perder" todo el tiempo del mundo con nosotros...cosas de la vida...
besos

Ruth dijo...

En un ansia repentina de guardar el anonimáto de la profesora -cuyo nombre cometí el error de escribir-, he borrado todos vuestros comentarios que hacían referencia a ella con el nombre verdadero. No os ofendáis, porfa plis, es que no me gustaría que le llegara de esta manera (y Vitoria es un pañuelo).
Besotes.