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LA HORA CALABRESA

13 Abr

En Mataderos todos jugábamos en el potrerito.

Era el territorio de las tres esquinas.

Era nuestro lugar de reunión. Sólo nos pertenecía a los chicos, jamás un adulto pisaría esa tierra sagrada e inexpugnable de la barrita del barrio.

Allí estaban nuestros secretos más íntimos.

Allí organizábamos la fogata para San Pedro y San Pablo juntando maderas viejas y ramas secas de árboles.

Allí cazábamos mariposas hasta insolarnos.

Desde allí escuchábamos las voces de nuestras madres llamándonos para comer e ir a la escuela. Se desgañitaban de tanto gritar y nosotros nos hacíamos los sordos, así, también, la ligábamos.

En medio del predio teníamos nuestra casita, o el fuerte como se nos dio en llamar a aquella construcción de ramas y sogas ya que en un improvisado mástil blandíamos una Bandera Argentina. Pusimos en práctica lo aprendido en los « Boy Scouts » de la avenida Chicago a la que luego llamarian Avenida de los Corrales y a la que le mutilaron su boulevard y su frondosa arboleda.

En el fuerte nos reuníamos antes y después de asistir al colegio. Siempre había una guardia pretoriana protegiendo nuestros intereses.

Mis amigos más cercanos : Cachito el Laucha, el Negrito de la Mama, Carlitos, Jorgito, Titi, Saracino, el Turco Elías, Puppo, Pirincho y tantos que se han esfumado de mi memoria éramos los celosos vigilantes de nuestra ciudadela.

El potrerito no daba para jugar al fútbol porque era un triangulo pequeño limitado por la avenida Coronel Cárdenas y las calles Cosquín y Tandil.

El fútbol se practicaba en las anchas veredas y si estábamos todos, por una razón de espacio, se jugaba sobre la calle Cosquín que era nuestra favorita. Usábamos la parte norte de la calle porque la parte sur era para los más grandes y, además, allí vivía « Cucharita » un anciano ex policía que, por teléfono, llamaba al patrullero para que nos corriera o nos llevaran detenidos. Otro juego que nos encantaba era treparnos a los carros del lechero, del hielero y del sifonero llamado « El Loco Mangone » jefe de la hinchada de Nueva Chicago. Dábamos un paseíto escondidos en la parte de atrás apoyados en el estribo.

Este barrio de Nueva Chicago o Mataderos, imperio industrial de la carne, tenía una población variada. La mitad seríamos argentinos de los cuales una pequeña parte era del interior. La otra mitad estaba formada por árabes, españoles, italianos, polacos, gitanos rumanos y cuanto extranjero viniera para trabajar mucho.

Los chicos éramos todos amigos aunque nos llamaba la atención las variadas religiones de las que poco se hablaba. No era nuestro tema.

La relación entre los mayores no era tan simple. Cuando alguno, en el bar de la esquina, se pasaba de copas acusaba a los recién llegados de muertos de hambre que vinieron aquí porque no tenían nada en su país. Los otros respondían diciendo a media lengua -ustedes son unos vagos y si no fuera por nosotros no tendrían ni qué ponerse, andarían como los indios, desnudos.

Felizmente las peleas eran pocas y cuando las había terminaban rápido.

Las Fiestas Patrias eran todo un gran alboroto. A las diez de la mañana sonaban las campanas de la Iglesia y las bombas de estruendo llamando a todos los que quisieran unirse a los festejos.

El palco central se armaba en la rotonda de las avenidas Tellier y Nueva Chicago, al lado del monumento al « Resero ». Los tranvías 40 y 48 interrumpían su servicio y hacían el cambio frente al cine de los carniceros llamado, no podía ser de otro modo, Nueva Chicago.

Ocupaban el sitial de honor el señor Comisario de la seccional 42º, el señor Cura de la parroquia San Felipe de Neri, quien bendecia a los presentes, y subían también Directores de Escuelas y  diversas personalidades del barrio.

Se comenzaba con el izamiento de la Bandera Argentina, cantábamos el Himno Nacional Argentino y luego se autorizaba el desfile.

Se llenaban mis ojos y corazón de niño con los colores de «Mi Patria «.

Me llamaba la atención que los jefes de los uniformados pidieran permiso para iniciar la marcha. El Ejèrcito Nacional mandaba a un centenar de soldados con banda y equipo de rancho.

Salían en formación desde la esquina de las avenidas Coronel Cárdenas y  Nueva Chicago. Marchaban por Nueva Chicago, acompañados con sus bandas de música. También pasaban los alumnos de los colegios con sus delantales blancos almidonados a más no poder y me gustaba ver a los abanderados de guantes blancos. Los colegios eran unos de niñas y otros de varones. Desfilaban, luego, los policias de la seccional 42°, los Bomberos del Mercado, los Boy Scouts de la compañía Sargento Cabral, con el inigualable Maestro Ricci a la cabeza de la agrupación. Los médicos y enfermeras del Hospital Salaberry. Los Gauchos del Mercado de Hacienda de Liniers y luego las tropillas. Era algo glorioso ver a los arrieros agitando sus ponchos y rebenques llevando a sus animales por entre el gentío. Los gauchos lucían sus mejores prendas con enormes facones y los caballos estaban tan o mejor ataviados que sus jinetes. El abanderado era el papá de uno de mis amigos y yo estaba orgulloso por conocer a tan importante personaje.

Al final del desfile los soldados responsables del rancho servían chocolate a todos los presentes.

Al mediodía se pasaba a las parrillas  y asadores.

Después de almorzar se organizaban juegos para todos los que quisieran participar. Me encantaba ver la competencia del palo enjabonado.

Por la tarde y hasta la noche el escenario nos atrapaba con los recitados y los bailes de danzas criollas.

Todavía recuerdo el olorcito de las empanadas y tortas fritas que había en el ambiente.

Era un barrio de mucho trabajo y muy divertido.

Para Navidad se organizaban bailes en todos los clubes y calles. Durante el día la « Banda Municipal » desfilaba por nuestras calles tocando música clásica y valses. Los músicos marchaban con sus uniformes azules y botones dorados. Algunos muchachones chupaban limones para molestar a los trompas de la banda. Los mayores los corrían lejos del lugar para que los dejaran tranquilos.

Los carnavales eran otro festín. Me gustaba la guerra de agua. Los bailes de disfraces reinaban en todos los clubes, sociedades de fomento y especialmente en las calles.

Esas calles que desde las cinco de la mañana se inundaban de obreros que despertaban para trabajar en el Frigorífico Nacional y en los muchos y variados talleres que poblaban nuestro barrio.

Esas mismas calles que vivieron escenas de violencia ante los avatares políticos. Calles que fueron militarizadas durante mucho tiempo.

Los chicos crecimos y fuimos abandonando nuestro potrerito y muchas otras cosas.

Cierta vez al inicio de la tarde regresaba de la Escuela Normal cuando vi a la cuadrilla municipal en el que fuera nuestro reino.

Llegaba la civilización.

 Harían la calle donde alguna vez nos sentimos hijos de Tarzán o de Hormiga Negra o de Moreira o …¡Cuánta fantasía de historieta y radio!

No había marcha atrás, el progreso se instalaba y ese umbral de la pampa se iría borrando. Trabajaron más de seis meses. Fue el tiempo en que el perfume del asadito que se hacían los obreros municipales borraba toda nostalgia y tocaba mis más reales y concretos sentimientos que pasaban por el estómago. Llegaba a casa muerto de hambre y con el olor del asadito municipal en todo mi ser.

Los hombres, eran casi todos gente muy mayor, demostraron que si bien eran lentos en su labor, sí eran muy eficaces a la hora de comer. Pero no quedaba allí su destreza.

Supongo que debo decir que a los postres, no sé si había postre, llegaba la hora de la cultura y del homenaje al terruño.

Estos empleados eran en su mayoría italianos y, según Doña María, La Tana, varios de ellos eran calabreses.

Quien no tiene un pariente o amigo italiano no puede llamarse argentino, pero si el susodicho es calabrés ya es otra historia. Se asciende de categoría.

Cada uno lleva en su mochila un pedazo de su tierra, y es bueno que eso suceda.

La cosa era que varios de estos hombres la emprendían con el « Bel Canto » y teníamos, según decían los entendidos, la hora calabresa en primera fila durante toda la siesta.

Pasó el tiempo.

En los momentos en que no comían ni cantaban desmontaron la tierra de nuestro potrerito y se encontraron con que debajo estaban las calles totalmente terminadas.

Se limpió todo, se fueron las máquinas con sus obreros y se nos fueron el asadito y el canto que al principio era una molestia y, una vez acostumbrados, nos complacía.

Se acabó la hora calabresa como habíamos dado en llamar los cantos municipales.

Donde estuvo nuestro refugio ahora pasaban tres calles, no podíamos ni mirar al nuevo paisaje.

 Asfalto y nada más.

 El terraplén, los cardos y plantas de café ya no estaban. La casucha que nos cobijara era historia.

Hoy, después de muchos años, paso por allí y no hay más desfiles.

 Está la Feria Artesanal y el monumento al « Resero » subido a un pedestal por nuestra culpa ya que solíamos montarnos a caballo de la estatua.

Los nombres de las calles han cambiado, la gente ha cambiado…

 Y,  yo…

Yo también he cambiado.

A la distancia veo que « desde aquel día se fue algo más que la hora calabresa ».

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El 14 de abril de 1889 se creó el barrio de «Nueva Chicago» hoy llamado «Mataderos».

 

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