miércoles, 17 de octubre de 2007

El Imperio de los signos, de Roland Barthes

Este es un libro indispensable para todos los que se sientan atraídos por el sistema de escritura japonesa y su influencia en las costumbres de la sociedad nipona. Cuidado: no es una guía de Japón, ni una exaltación de su exotismo: El Imperio de los signos es una colección de impresiones acerca de varios aspectos muy concretos de la vida en el Japón de los años 70 (la mayoría permanecen inalterables hoy en día) y un análisis de cómo estos se ven influidos por el peculiar sistema simbólico japonés.

Para Barthes, padre de la semiótica moderna (la semiótica se dedica al estudio de los signos), el signo japonés posee una calidad muy superior a la de cualquier otro en cuanto a su trazado, pero lo que más le interesa es que se trata de un significante vacío de significado. Esta idea del significado que huye está presente en todos los rincones de la sociedad japonesa: en el teatro, en las viviendas, en la forma de empaquetar los regalos. Y sobre todo en los haikús, esos breves poemas que en absoluto describen (al menos no según lo que los occidentales entendemos por describir), sino que son la pincelada, un instante; o bien en los bellos grabados en los que no se sabe dónde acaba la escritura y comienza el dibujo.


La letra MU, el vacío


El Imperio de los signos se disfruta mejor si se tienen unos mínimos conocimientos de lingüística para situarse rápidamente ante conceptos como significante, significado, signo, símbolo, referente, etc. Los lectores que carezcan de ellos quizá se pierdan en la densa espesura de los pensamientos de Barthes. A destacar especialmente las fotografías e ilustraciones y sobre todo las notas a pie del propio autor (las manuscritas aparecen en francés), seleccionadas y dispuestas, por decirlo así, "a la japonesa": «El texto no "comenta" las imágenes. Las imágenes no "ilustran" el texto: tan sólo cada una ha sido para mí la salida de una especie de oscilación visual, análoga quizá a esa "pérdida de sentido" que el Zen llama "satori"» (pág. 5).

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