Recién llegado a Ribadumia, una pintoresca localidad gallega conocida por sus viñedos y su tranquila vida rural, me encontré con una situación un tanto inesperada que me llevó a pasar la noche en un encantador hotel rural en Ribadumia. La aventura comenzó cuando mi coche, fiel compañero de innumerables viajes, decidió tomar un descanso indefinido justo en medio de una carretera secundaria, rodeado de campos de uva albariño.
Sin señal en el móvil y con el sol poniéndose rápidamente, mi única opción era buscar ayuda a pie. Tras algunos minutos de caminata, avisté luces en la distancia y, con esperanzas renovadas, me dirigí hacia ellas. Era un hotel rural en Ribadumia, un lugar que parecía sacado de una postal, con paredes de piedra cubiertas de hiedra y pequeñas ventanas que emitían una cálida luz amarilla.
Al entrar, fui recibido por la dueña, una amable señora llamada Carmela, quien, tras escuchar mi historia, no solo me ofreció una habitación sino también una cena casera. Carmela, con una sonrisa pícara, advirtió que su hotel tenía «algunas peculiaridades» que esperaba fueran de mi agrado. Intrigado y agradecido, acepté su hospitalidad.
La «peculiaridad» se reveló en la cena. El comedor estaba lleno de huéspedes, pero lo curioso era que todos parecían conocerse entre sí. Al sentarme, un hombre de barba tupida y sonrisa juguetona me pasó un plato de empanada gallega y dijo: «Aquí todos somos familia, aunque solo sea por una noche». Resultó que el hotel organizaba una cena comunitaria cada semana, donde los huéspedes compartían no solo la mesa sino también historias y canciones. Aquella noche, sin planearlo, me convertí en el narrador de mi propia aventura vehicular.
Después de la cena, la velada continuó con música. Una de las huéspedes sacó una guitarra y comenzó a tocar melodías tradicionales gallegas. Animado por la calidez del grupo, incluso me atreví a cantar, desafinando a más no poder, lo que provocó risas y aplausos entre mis nuevos amigos.
La noche culminó con un tour improvisado bajo las estrellas. Carmela, que resultó ser una excelente narradora, nos guió a través de los viñedos que rodeaban el hotel. Con una linterna en mano, señalaba hacia las diferentes plantas y explicaba las fases de la luna y su influencia en la viticultura. Esa noche, no solo aprendí sobre estrellas y uvas, sino que también descubrí el encanto oculto de Ribadumia.
Mi habitación era una pequeña joya rústica con muebles de madera y un pequeño balcón que daba a los viñedos. A pesar del inesperado cambio de planes, me sentí agradecido por la avería de mi coche. Aquella noche en el hotel rural no solo me proporcionó un techo y una cama, sino una experiencia inolvidable cargada de hospitalidad, cultura y nuevas amistades.
Al amanecer, después de un desayuno con productos locales y más charlas amenas con Carmela y los otros huéspedes, estaba listo para enfrentar el día y reparar mi coche, pero no sin antes prometer volver a ese encantador hotel rural en Ribadumia. La hospitalidad de sus habitantes y la serenidad del paisaje habían dejado una marca imborrable en mi memoria. Quizás mi coche no había elegido tan mal lugar para tomarse un respiro, después de todo.