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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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La maldición de los Labdácidas


¡« Le viene de maravilla » exclamaron asombrados todos! El perro se echó a reír tan fuerte que la casa entera osciló. Un crujido llamó mi atención: una grieta corría en la pared enfrente de mi como si la parte de arriba y la de abajo de la casita fueran a separarse. ¿Iba a derrumbarse nuestra casita? Mi puñetazo sobre la cabeza del perro paró el terremoto. Ladró lamentablemente. Si hubiera podido, habría puesto el rabo entre las piernas. Pero el perro, perjudicial peripecia, no perneaba persistiendo para perdurar otra pernoctación, no podía porque no poseía patas. Es por eso que a mi me encantan los helados de fresa (en griego en el texto). Cerbero, el perro de Hades,  un monstruo de tres cabezas con una serpiente en lugar de cola e innumerables cabezas de serpiente en el lomo a menudo me manda una de sus cabezas para vigilarme.

¿Quién soy yo? Es una muy buena pregunta. Soy la mejor amiga de Popeye el marino. He intentado huir de la maldición de los Labdácidas siendo Olivia. Pero odio las espinacas. Ya lo he dicho, prefiero los helados de fresa. El rito, cuando uno es víctima de una maldición, es cubrirse con cenizas. Por eso me llaman la Cenicienta. Pero de verdad soy una princesa, hija de un rey: Edipo. Me llamo Antígona, la que Lacan, el analista famoso erigió en ideal ético. Soy el purísimo ideal de la estación rota en una lata de sardinas.

Mi hada madrina es un desastre. Ya es tiempo de tomar las riendas de mi propio destino. Mi padre fue abandonado siendo bebé y colgado de un árbol por los pies que habían perforado. Fue llamado Edipo que significa de pies hinchados en griego. Mis hermanastras, que calzan un cuarenta y siete como yo, no son mi hermanastras, sino mis hermanas. No mienten ni la genética ni las salamandras en mermelada. Cada día me unto con mermelada de salamandras para proteger mi cutis de las cenizas. Entonces, como dijo Lao Tseu : «No está  él que se marchó  ».

¡Pobre reina! El Rey quería esposar a mi madrastra malvada teniendo una melena larga de tonta. Fue muy fácil convencerla para hacer tonterías. Le pregunté:
E intentó probármelo. Se impulsó hacia adelante y colocó sus manos en el suelo mientras levantaba las piernas. Se balanceó un poquito. Ya estaba. Vi que tenía bragas amarillas con encajes azules, medias naranjas con cocodrilos verdes. Su ropa interior ya era un espectáculo. Pero por lo de andar sobre las manos, se quedaba inmóvil.
Por supuesto ya que su falda había obedecido a las leyes de la gravedad. El rey había venido a ver a su futura esposa querida.
Eso era. Levanté la falda y el rey vio los zapatos. Parecía muy sorprendido.
Mi madrastra asintió con una voz ensordecida. El rey se sujetó la cabeza con las dos manos y tartamudeó
El rey suspiró y a sus músicos les mandó empezar a tocar un valse. El que le gustaba más. Pero no sabía como coger a su pareja, no sabía donde poner las manos. Finalmente, ciñó los muslos que mi madrastra tenía gorditos. El rey acercó peligrosamente la nariz a los pies de mi madrastra.
El rey se desmayó.
Mi madrina intento avanzar y colocó el tacón de aguja en la palma del rey quien recuperó su ánimo, indignado por el crimen de lesa majestad. El rey se incorporó gritando de dolor. Mi madrastra, la sangre en la cabeza y la facultad auditiva disminuida por el espesor de sus faldas creyó que era un murmullo de amor.
Los ojos de mi madrina ya reflejaban oro, joyas, piedras preciosas... Eso lo suponía porque estaban por debajo de las faldas.
De «una lección de gramática » mi madrastra había deducido «sí hay adicción, oro es ética ». Se estaba volviendo loca.  Demasiada sangre le había bajado a la cabeza.
Mi madrastra no había entendido nada pero cuando se metió de pies y cuando vio que no había nadie, se puso a llorar. Lloró todas las lágrimas que su cuerpo era capaz de producir. Después de tres días enteros, se quedó totalmente seca y se marchó. Después de este acontecimiento la llaman la  Locadrastra, porque gira continuamente alrededor del castillo cantando sin parar:
« Siempre que te pregunto que cuando, como y donde, tu siempre me respondes, quizás, quizás, quizás ».

«Y así pasan los días...»
Tan pronto como se fueron el rey y sus músicos, llegaron dos hombres un poquito raros. Parecían borrachos o drogados: ojos enrojecidos y exorbitados, dificultades para coordinar movimientos, aspecto somnoliento y atontado, excesiva calma y lentitud, nariz congestionada...
Y los dos amigos se alejaron peleándose... Pensaba que este cuento era un cruzamiento de personajes raros cuando oí una cabalgada y vi una nube de polvo acercarse. Un caballero surgió de la nube de polvo y se paró delante de mí. Un caballero bajó del caballo y me preguntó:
El perro, nariz en el suelo, estaba buscando olores, investigaba como debe hacerlo un buen perro. Había detectado los olores dejados por Cerbero. El perro habló (es un secreto, sabe hablar de verdad, no lo digáis).
El perro seguía a su dueño bisbiseando palabrotas. Los cuentos tienen demasiados personajes y perdemos nuestro tiempo en decir tonterías. ¿Y yo? ¿Qué estaba diciendo antes de llegar los dos cómicos y de Lucky Luke? Ah sí, quizás, quizás, quizás... A mí no me gusta tener dudas. El escritor de este cuento, ¡Qué majadero! ¡Qué metepatas! Con lo de los olores de los pies de mi madrastra, con su bailar sobre las manos, me temo lo peor. Antes me decía: « mi destino ya está escrito, sólo tengo que seguir mi camino». Pero no es verdad. Tenía que escribir mi destino, tenía que elegir mi camino, tenía que casarme con mi príncipe. Pero en el baile, este gilipollas ni me había visto aunque hubiera hecho locuras. ¿Cómo raptar al príncipe? Si hubiera ido así al castillo sin invitación, me habrían echado a la cárcel... Se me ocurrió una idea:  Podría intentar verle fuera del castillo, pero no detuvo su carroza para una Cenicienta. Entonces, hay que aprovechar su locura por la caza .

Es lo que hice. Cavé un profundo hoyo en la tierra. Había pensado cavar un agujero, pero Patricia hubiera escrito: « HOYO en la tierra, AGUJERO en la tela ». Siempre le busca tres pies al gato, y, ¿por qué no, a Cerbero también?... Me disfracé de conejo de manera muy sencilla. Había recortado dos grandes orejas en el periódico de la bolsa, porque a los reyes les gusta el dinero y las había atado a cada lado de mi cabeza, y me senté cerca del hoyo. Pronto oí a los perros ladrar. Había preparado bolitas de carne con somníferos y se las eché a los perros. Se las tragaron y pronto se durmieron. El príncipe se acercó y se extrañó:
Orgulloso sólo por haber tenido una idea, el príncipe recogió un trozo de bolita que un perro había escupido y para comprobar, se la comió. Fue una catástrofe. Este gilipollas se duerme ahora, tumbado al otro lado del hoyo. Esperé dos o tres horas a que se despertara. La puesta del sol era maravillosa, ¿Qué se puede pedir más para mi encuentro con mi príncipe azul?