Palabras de amor

Amigo lector, me vas a permitir que hoy me desligue del tono habitual de otros días, y que me deje llevar por la melancolía que nos impone hoy el cielo de este Madrid lluvioso, frío y gris. Así que como dice el maestro Sabina, perdonen por la tristeza.

Según estudios científicos, compartimos más del 90% de la cadena genética de una mosca. No nos diferenciamos demasiado en este aspecto de monos o ratones. Nos comportamos como el más cruel y despiadado de los depredadores que conforman la fauna planetaria. Somos la única especie que posee conciencia de lo que la muerte representa, los únicos que homenajean a sus difuntos construyendo monumentos en su memoria. Y sin embargo también ostentamos el dudoso honor de matar por placer, por interés, con ensañamiento, por venganza y por estupidez. Devastamos. Masacramos. Violamos y sometemos a martirio y esclavitud a nuestros semejantes. Exterminamos. Morimos a voluntad propia. Entonces ¿cuál es la ventaja de ser humano? ¿En qué consiste el don que distingue nuestra especie como la más evolucionada?

Amigo lector, no sufro un arrebato de pasión adolescente y pajillera, pero no dudo que la respuesta está en nuestra capacidad de enamorarnos. De las personas, de lo que embarga nuestros sentidos, del arte, de los libros, del tiempo que enmarca los momentos que vivimos y de los lugares que visitamos o soñamos pisar y admirar. Nuestro organismo genera un proceso de interiorización de todo aquello que percibe y por algún truco casi mágico, las respuestas que nacen de estos estímulos son impredecibles. Agrado, rechazo, odio, pasión, indiferencia, adicción, compasión, hastío... una lista interminable de impulsos que definen el espectro de nuestra personalidad y que enriquecen o empobrecen nuestro espíritu.

Hoy quiero hablar de las ciudades que amamos. Esas conglomeraciones rebosantes de vida en todas sus formas y apariencias que nos hechizan con el magnetismo de sus calles, sus edificios y sus gentes.
Hace pocos días volví a una ciudad que hace seis años robó un trozo de mi corazón, Lisboa. Tan cercana y tan desconocida. Un lugar menospreciado en un país considerado muy por debajo de lo que merece. Lisboa es una de las villas más románticas de Europa. Su decadentismo destartalado y añejo se desmarca del señorialismo y la ostentación palaciega de tantas otras capitales centroeuropeas. Su bohemia, tan alejada del chic parisino. Su caótico urbanismo, capricho de las siete colinas sobre las que cimenta su arquitectura, espejo de la luz del Tajo en las horas a las que el astro rey despierta o se despide hasta la mañana siguiente. Sus tranvías, en el especial el 28, que nos conduce al Castillo de San Jorge en un viaje de cuento donde el tiempo se detiene para evocar otros días de otras épocas pasadas.

Lisboa no es tan sólo un puente que sirve de puerta de entrada al Atlántico. Ni la torre de Belem, esa fortificación de las que partían los más osados en busca de la conquista de las Américas. Lisboa es Chiado, Alfama, el Barrio Alto o Santa Catarina. Lisboa es tradición en estado puro. Es vida en mayúsculas. Y buena vida. La que no se olvida de ser disfrutada. El reloj se detiene para contemplar el paso de los minutos al aroma de un café en compañía de Pessoa en A Brasilera. Las manecillas se ralentizan cuando una voz rota y desgarrada entona la saudade de un fado, deleitándonos con ese canto a la oscura complejidad del alma, a la par que se vacía una botella de vino verde. Lisboa no se deja acelerar porque nació para ser contemplada en cada paso que se da sobre sus calles de adoquín, bajo los cables del tranvía, mirando nuestro reflejo en los escaparates de sus comercios. No importa madrugar en esta ciudad de ensueño si nos ganamos el premio de ojear el Diario das Noticias en cualquiera de sus peculiares e inconfundibles pastelairas, saludando a cada parroquiano que entra a iniciar el día con la calma que inunda al visitante, que se introduce en sus venas y renueva su corazón.

El portugués es una lengua que transforma el aire en música. Su fonética rescata los sonidos más hermosos que puedan salir de la boca del ser humano. Un regalo para los oídos. Y los lisboetas, gente afable, acogedora, sensible y pausada que soporta con estoicismo la falacia que recae sobre la inferioridad con que es vista su casa. Una afrenta absurda que devuelven con una sonrisa orgullosa, engendrada por el coito entre la belleza que les rodea y esa brisa del mar que impone su quietud y su armonía.

Yo amo Lisboa y ella me corresponde. No es una novia de puerto que te olvida con la llegada de nuevos marineros. Lisboa no vende tu espacio en su cama al primer postor. Lisboa alberga un corazón inmenso en el que guarda tu ausencia y te cubre de besos cada vez que vuelves, y te regala una noche de cautivadora luna para que el recuerdo de sus caricias sea imborrable en la soledad de otras sábanas más frías y solitarias que nos cobijarán en otros viajes, mientras la nostalgia de amar y haber sido amado deslizan tu mano sobre el papel dibujando palabras de amor.

Fotografías: Kacho

Comentarios

kari ha dicho que…
Si con eso se consigue que escribas así ¡Que siga lloviendo en Madrid eternamente! y ¡que sigas yendo y viniendo a esa Lisboa tuya! Yendo cuando quieras reencontrarte con lo que echas de menos y volviendo para compartirlo y contarlo...
Unknown ha dicho que…
Eres un loco romántico....Pero además de las palabras reconoce que la foto y las imágenes ayudan...

Dante
Unknown ha dicho que…
Obrigada. Fazes parte do sol, da luz dourada, do luar no rio, das pedras da calçada e das ondas do mar que vão e vêm. Tudo isso porque tens um olhar que é um lugar de amor a abrir-se ao mundo.
C.

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