jueves, 20 de agosto de 2009

HITLER EN LA PLAZA DE LOS HÉROES (Viena)

Una mañana de 1938 sucedió algo extraño en aquella plaza de los Héroes en la que Klaus Werger solía imaginar juegos de funambulismo entre las miradas de las estatuas ecuestres de Eugenio de Saboya y del archiduque Carlos. Un tipo siniestro, bajito y furioso que pretendía conquistar el mundo proclamó la anexión de Austria -el Anschluss- a su imperio. La siempre admirada eficacia prusiana terminó de seducir a la capital del autoengaño, harta de que la Historia hubiera abandonado sus aposentos. Y Austria se unió al Tercer Reich.
Los caballos del archiduque y de Eugenio de Saboya no dejaron de relinchar en toda la noche.

LA GUERRA DE CAMUFLAJE

Fotografía tomada en julio de 1916 en un barco australiano a unos marinos con máscaras antigas en la Primera Guerra Mundial. Archivo de la revista Life.

En Recorridos por los campos de guerra, Fritz hojeó los itinerarios de la guerra sintiendo que unas tijeras macabras llenaban de cicatrices Europa. Cada campo de batalla es una herida purulenta de jóvenes muertos. Esa idea la desarrolló en la obra memorial con una instalación de vídeo digital en la que un paisaje hermoso se convertía en una llaga. La dantesca imagen se repetía una y otra vez en un bucle encadenado, sin principio ni fin, de forma que era imposible saber si el paisaje se convertía en una llaga o la llaga sanaba hasta transformarse en una paisaje.
En el capítulo XIV repasó interesantes detalles sobre las maniobras de camuflaje utilizadas en esta extraña guerra. Por ejemplo, los barcos pintados por artistas de vanguardia que sirvieron para engañar con ilusiones ópticas que despistaban al enemigo. O las linternas mágicas empleadas en el frente para crear sombras y luces falsas como si el campo de batalla se hubiera convertido en una inmensa pantalla de cinematógrafo. Qué guerra tan cruelmente poética.
Fritz leyó con especial deleite ese capítulo escrito por un tal Klaus Werger. Se detuvo en el nombre, intentó memorizarlo para buscar más cosas de ese autor, pero olvidó pronto quién era.

 

EL ÚLTIMO RECUERDO


Una vez, en un duermevela, Jaroslav creyó ver sobre la tierra de nadie a unas mujeres hablando. Se despertó y se frotó los ojos porque aquello le parecía imposible, pero aquellas mujeres seguían charlando. Incluso reían y entre sus faldas correteaban algunos niños. Estaba anocheciendo y el humo de la batalla reciente convertía a todas las figuras –soldados, alambradas, algún lejano árbol- en una incierta masa de color gris. Sin embargo, aquellas mujeres en medio del campo de combate guardaban su colorido natural. Las había morenas, rubias, castañas, pelirrojas y sus vestidos describían amplias gamas de colores.

Pero, de pronto, desaparecieron en una vaga neblina.
Jaroslav creyó que seguía soñando. Pero ¿soñaba? No, comprendió que acababa de ver el último recuerdo de los soldados que habían muerto a su lado.
Aquellos fantasmas eran el vago y fugaz recuerdo de un hombre poco antes de morir.

EL ANTIGUO IMPERIO AUSTROHÚNGARO


 
La bala está a punto de llegarle a la frente, pero él no lo sabe.

El proyectil corre despiadado hacia la cabeza, ansioso por atravesar la piel, el cráneo y horadar el cerebro tibio y gelatinoso lleno de audaces y enrevesadas circunvoluciones, un cerebro trabajado, el típico cerebro de una persona que piensa demasiado o cuya imaginación es fabulosa. Parece un jardín laberíntico en el que ahora mismo hay un recuerdo que pasea.
Un recuerdo que pasea.
Es una escena de la infancia en la que aparece una ciudad hermosa, llena de torres y sombras, y una cocina que huele a lluvia, gatos y leche caliente. Ese pensamiento que recorre el jardín gelatinoso antes de que todo termine acaba de doblar una esquina del laberinto y se ha internado por otro recuerdo dentro del recuerdo. Lo que se ve ahora es el aula triste de un colegio. Llueve sobre las torres con tejados de ripia roja de esa ciudad lejana y hermosa. Hay un profesor explicando una lección, pero no podemos escuchar lo que dice. Es casi calvo, tiene unos enormes bigotes de guías y cuello almidonado de forma imposible. Ahora señala con un puntero un mapa del imperio austrohúngaro y este soldado que está a punto de morir comprende que algún día luchará por esa Europa de fronteras absurdas. Es más, intuye que en un lugar de ese mapa está señalado el sitio donde va a morir. Ni siquiera imagina lo cerca que está la muerte. Ni siquiera sabe que la trinchera que ahora pisa será su fosa.


Esta bala cruel, que vaga solitaria entre el humo, los gritos y las bombas es una bala disparada hace mucho tiempo. Concretamente, el 12 de junio de 1916. Estamos en Verdún. Y el paisaje es una dantesca acuarela de babas negras de trinchera. Pero burlémonos de la velocidad de esa bala. Paremos este momento y vayamos atrás en el tiempo, quizás hasta el recuerdo de la infancia del soldado que está a punto de morir. O más lejos aún.

Por ejemplo…
... Es sábado. Y debe de ser marzo. El año: 1890. La ciudad: Praga. El lugar: esa cocina que huele a lluvia, gatos y leche caliente. En otra estancia hay una mujer pariendo a la luz de lámparas de carburo. Ahora deberíamos dedicar una oda a las mujeres preñadas que están a punto de parir en esos años del fin de siglo. Sencillamente, dedicar un amable homenaje o un torpe recuerdo emocionado al día en el que los ovarios de las mujeres que parieron esta carne de trincheras para la Gran Guerra tuvieron su primer menstruo. Cuando triunfaban las metáforas simbolistas, el vals entraba en la vejez y en los cuadros se introducía el germen de la locura.

martes, 18 de agosto de 2009

LA COMPAÑÍA NAZDAR


Al tercer día de su llegada a París, Jaroslav volvió a tomar las riendas de su incierta vida. Fue después de visitar un antro clandestino para placeres en tiempos de guerra. Una noche en la que ya se había establecido en una pequeña pensión de la Rue des Batignolles y había dormido con una hermosa parisina que olía a magdalenas calientes y que logró borrarle el recuerdo de la señorita Eliska Viková, Jaroslav decidió que al día siguiente se dirigiría al Bulevar Haussmann donde se encontraba la oficina de la Legión Extranjera.
No podríamos restar a este relato la importancia clave que la hermosa parisina con olor a magdalenas calientes tiene en la decisión final de Jaroslav, ya que la joven narró a su amante de una noche la historia de Antonín Palacký, otro joven checo al que había conocido en ese París sonámbulo, y que había vivido las gestas de la ya mítica Compañía Nazdar, que luchaba por liberar Bohemia de las garras del águila imperial austríaca. Eso era precisamente lo que Jaroslav pretendía, seguir luchando por su país, aunque desde el otro bando. Ya no tenía duda de que ése tenía que ser su destino. Lo había sido desde que por primera vez sintió un pinchazo de amor en la calle Parízská y comenzó a coleccionar con pasión revistas francesas y damitas de pechos audaces posando en estancias parisinas.




Si hoy repasáramos los archivos históricos de Praga, no encontraríamos demasiados datos sobre aquella Compañía Nazdar, uno de los insólitos episodios vividos por los checos en esta Gran Guerra. Entre otras cosas, porque Checoslovaquia, ese país que Jaroslav no llegará a conocer –o tal vez sí, la bala sigue su rumbo y quizás no alcance su destino-, intentará ocultar ese episodio perdido en sus orígenes. ¿La razón? Los soldados que se alistaron en la Legión Checa y lucharon en el frente oriental con los rusos terminaron enfrentándose a los soviets. Ayudados por los aliados quisieron acabar con el comunismo. Y cuando los soviéticos ocuparon Checoslovaquia para convertirla en otro satélite de la órbita comunista, aquellos papeles que recordaban la epopeya se destruyeron. Había que borrar el pasado demasiado incómodo. En realidad, siempre ocurre lo mismo.

EL CAMINANTE DE PRAGA

Sudek
Libuse pasea por las calles de Praga siguiendo la huella de alguien que no conoció. Tiene abierto un cuaderno por la página en la que aparece dibujada la urdimbre de callejas interiores que recorren Malà Strana. A Libuse siempre le gustó recorrer los pasajes interiores de la ciudad, porque eran como una parte de Praga en negativo, un refugio para los solitarios, el revés secreto de la ciudad. Por allí casi nunca se veía a los turistas, que seguían los itinerarios para rebaños propuestos por las guías. Eran pocos los que se aventuraban por estos pruchody, como si tuvieran miedo de perderse por una ciudad oscura y tenebrosa con corredores medievales en los que probablemente les asaltarían.
Libuse, adolescente silenciosa y solitaria, prefería llegar a los sitios por estas calles cubiertas, casi subterráneas que horadaban el vientre de los edificios y que parecían como pasillos de casas en las que habitaba el aire y los fantasmas praguenses que no querían descansar en el tedio eterno de los cementerios. De niña guardaba en secreto el camino de casa al colegio por callejas bajo los edificios por los que nadie transitaba, un atajo hallado después de muchas indagaciones, recorrido con precaución para que ninguno de sus amigos lo descubriera. Era el camino exclusivo de Libuse e imaginaba que sólo ella lo conocía, que jamás había existido nadie en Praga que recorriera antes ese itinerario. Sin embargo, había encontrado alguien que había tenido sus mismas fabulaciones.


En una de las páginas del cuaderno descubierto en el desván, alguien escribió hace mucho tiempo que el pasaje de la calle Karlova desapareció misteriosamente de un día para otro. Y este hecho confirmaba para Libuse la sospecha que siempre tuvo de que la ciudad se movía, cambiaba, se borraba y se multiplicaba, según sus caprichos, como les ocurre a todas las ciudades hermosas con poder para decidir el destino de su decadencia.
Una vez, leyó en el periódico que en las obras de construcción del metro un obrero se extravió por uno de los caminos horadados para la nueva red de comunicaciones. Este hecho inquietante provocó una gran repercusión en la ciudad. La gente seguía con fascinación el serial sobre el obrero desaparecido en el metro. Comenzaron a aparecer historias delirantes de supuestos testigos que habían oído gritos extraños, otros que afirmaban haber descubierto una calavera, quizás devorada por un animal imaginario y terrible de las oscuridades. El obrero nunca apareció. Libuse siempre pensó que la ciudad, molesta por haber sido recorrida en sus entrañas, había decidido cambiar de aspecto, desorientar a los que se adentraban demasiado en sus secretos.


Libuse camina siguiendo el rastro de alguien que no conoció, atravesando pasajes dibujados en este fascinante cuaderno. Pasadizos que ella ni siquiera conocía, que estaban ahí desde siempre. Abre una puerta que parece ser de un domicilio privado y, de pronto, aparece un nuevo pruchody, esperando que el paseante lo atraviese. Libuse aspira aromas que parecían guardados en esta calleja desconocida desde hacía mucho tiempo. Quizás han sido conservados en la vitrina de un museo. Huele a humedad de muros que han bebido la lluvia de muchos inviernos, a alas de cernícalos y vencejos de los que anidan en las casonas de Hradcany, bajo el castillo, y al azúcar de las frutas maduras, ese mismo olor que ella cree haber reconocido en los cuadros de Arcimboldo con los rostros-bodegón.


Es extraño, la noche anterior tuvo un sueño arcimboldesco. Era retratada por el pintor de cámara de la corte de Rodolfo II. Terminado el cuadro, Libuse se dio cuenta de que las manzanas que simulaban su rostro se oxidaban, los racimos de uvas de su melena se pudrían y los melocotones del mentón se volvían oscuros. Había caído el tiempo sobre el lienzo. Entonces, se miró a un espejo y descubrió que a su rostro le pasaba lo mismo. El reflejo era en realidad un bodegón de Arcimboldo en el que la fruta maduraba rápidamente y en el aire del cuadro olía intensamente a azúcar. A su rostro le aparecían arrugas, se volvía cerúleo, se pudría como fruta olvidada.
Al atravesar aquella calleja con un olor a azúcar de fruta demasiado madura había recordado el sueño y sintió escalofríos. Un viento helado recorrió el pasaje. Libuse se levantó la solapa de su abrigo y se dirigió a su casa.



NARRENTURM: LA TORRE DE LOS LOCOS (Viena)


Como parte de la estrategia para incitar a Klaus a amar la medicina, decidió llevarlo a la Narrenturm, la vieja Torre de los Locos que había creado el emperador José II a finales del siglo XVIII. Desde hacía cincuenta años, aquel edificio inquietante que tenía forma circular y una historia terrible de crueldad, había dejado de acoger a trastornados y ahora servía como moderna residencia para médicos y enfermeras.
Sin embargo, Klaus nunca pudo superar aquella visita. Nada más contemplar la enorme torre redonda se quedó petrificado. En las estrechas ventanas veía escenas de niebla, rostros deformados, sueños blandos y flotantes como los que había visto vagando sin rumbo en el jardín del doctor de las histéricas. Al comprobar que su hijo ni siquiera era capaz de soportar la visión de un simple establecimiento médico, el señor Ulrich se enfadó por la nueva cobardía de su hijo, algo que no estaba dispuesto a tolerar. Klaus se comportó como un autómata guiado por los gestos bruscos de su padre, quien enojado iba dándole empujones. Al entrar en la torre, el temor de Klaus devino en una especie de trance y estuvo a punto de desmayarse, pero su padre decidió agarrarlo del brazo y obligarlo a contemplar cada una de las estancias de la terrible Narrenturm.
En realidad, la Narrenturm ya nada tenía que ver con el hospital de dementes de tan terrible fama desde finales del siglo XVIII. Cuántos pobres desgraciados murieron allí encerrados, asfixiados por pesadillas terribles, agonizando en celdas inmundas. Ahora, por el contrario, era un establecimiento reformado, pintado de un blanco aséptico, higiénico y con una apariencia impoluta, como si allí no hubiera ocurrido nada. Al menos eso era lo que sentían los afortunados que no tenían capacidad para asomarse al pasado, para espantar las brumas que separan el ayer del hoy. No era, desde luego, el caso del pobre Klaus.


Durante toda su vida, recordó el inquietante zureo de las palomas y de los pájaros que se colaban en el patio interior y cuyo sonido parecía más propio de un mal sueño, como si al sobrevolar la forma circular, de bucle infinito del edificio, los pájaros también quedaran trastornados, incapaces de asumir la geometría inquietante de la torre.
El joven Klaus descubrió también ecos metálicos y un desasosegante silbido provocado por el viento que parecía adentrarse en las grietas de aquella vieja torre. Era un viento que sonaba como sólo lo hace en las ciudades bombardeadas, soplando mientras atraviesa los huecos macabros de las ruinas. Klaus era capaz de reconocer el sonido de una ciudad destruida aunque aún no había visto ninguna. Pero paciencia, sólo tendrá que esperar. Vive en el siglo adecuado…

SALTAR LA TRINCHERA


 
En la guerra no se puede medir el tiempo. Un minuto puede parecer eterno. Por ejemplo, es infinito el momento antes de saltar la trinchera. Justo cuando ha cesado la artillería, se hace un estremecedor silencio y la infantería espera el toque de silbato que ordena que hay que salir del agujero y correr con la bayoneta calada hacia la tierra de nadie y después internarse en la trinchera enemiga, sorteando la ráfaga de las ametralladoras. Sí, todo eso puede suceder en muy poco tiempo. Y mucho menor es el tiempo en que tarda una bala en salir de un fusil –un Mauser 98 de Infantería-, recorrer esa tierra de nadie y atravesar la cabeza de un soldado enemigo. Pero ese instante puede hacerse eterno, tanto que podría servir para contar una larga historia, la historia del soldado que morirá –o no- la de su familia y amigos, la de su ciudad, la de su siglo, incluso la de una saga invisible que une a este pobre soldado con personajes e historias que él nunca llegará a conocer.
Sólo nosotros…
En la guerra no se puede medir el tiempo, pero parece que durara siglos. También se confunde lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es cierto y lo inventado o tal vez soñado. Por eso las guerras están llenas de sonámbulos que siguen vagando o huyendo de la eterna pesadilla en la que se confunden la realidad y la ficción. ¿Morimos o sobrevivimos? ¿Seguimos heridos, adormecidos por esta fiebre insoportable? ¿Dónde está mi brazo? ¿Por qué no puedo salir de este agujero? ¿Es que estoy muerto?
En la guerra también hay atroces azares. O paradójicos azares o tal vez sería más correcto decir curiosos y macabros azares. Así que, señoras y señores, pasen y vean cómo se encadenan las historias de la Gran Guerra. Y, como esta historia tiene que ver con la trayectoria incierta de una bala, podríamos repasar la genealogía de uno de esos proyectiles, la historia de esta saga, el retrato de familia de esta bala haciendo hincapié en uno de sus miembros: la bala primogénita, la bala de la que surgirán todas las balas de la Gran Guerra.