Pasajes

(«El Perseguido»: Capítulo 22; Un día más de vida. Páginas 383-386.)

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Hace ya unos años que el presidente George W. Bush se trepó a un cañón en la cubierta del portaaviones USS Abraham Lincoln y exultante declaró “misión cumplida” a las tropas que estaban debajo.

Desde ese día, el régimen de Saddam Hussein fue “decapitado”, y Saddam Hussein mismo fue casi decapitado. Cuando fue colgado frente a una masa de gente burlándose, su columna vertebral se quebró y abrió una larga herida a un lado de su cuello. Dos semanas más tarde, cuando colgaron al medio hermano de Saddam, Barzan Ibrahim al-Tikriti, su cabeza se salió completamente del cuerpo, y ambas partes cayeron al piso, debajo de la horca, en medio de torrentes de sangre.

Y sin embargo, la lucha continúa. La región continúa desestabilizada y los resentimientos crecen. Cientos de miles de personas murieron ya en una guerra justificada a través de mentiras y fraude. Y sin dudas habrá más mentiras y más muertes.

Hace poco vi unas fotos que publicó en Internet una revista alemana de un chico iraquí de unos tres o cuatro años. Una bomba de fósforo lo había quemado de tal forma que su piel se había derretido. Se podían ver los huesos blancos de sus costillas, y no tenía dedos, ni labios, ni párpados. No era un miembro de Al Qaeda. Casi ninguno de los accidentados y muertos lo eran. No era gente que “odia la libertad”. Eran bebés, madres, padres, abuelas, abuelos, hermanas y hermanos. Gente que vive y que llora. Sus muertes no pueden ser rechazadas sumariamente como “daño colateral”.

¿Cuál es el costo de la guerra? ¿Quién paga y quién gana? La guerra es cara, pero el dinero tiene que ir a algún lugar. La guerra es un buen negocio para muy pocos. Y de alguna forma sus hijos siempre terminan en Washington DC, tomando decisiones y calculando presupuestos, mientras que los hijos de los pobres y los que no tienen conexiones siempre terminan frente a las líneas de los enemigos, cumpliendolas órdenes de los poderosos y luchando sus batallas. Mucha gente tiene la esperanza de que esto terminará con la presente administración. Pero ha venido sucediendo por mucho tiempo, de una forma o de otra, y la herencia sobrevive.

Si tengo suerte, y si Dios lo quiere, nunca más volveré a los Estados Unidos. Es lo mejor que puedo esperar. Pero está bien. Tengo a Paula. También a Scarlett y a Natasha. Y eso es todo lo que necesito. Y contrariamente a lo que alguna vez me pareció, ahora también tengo esperanza. Eso es más de lo que puedo pedir.

Sin embargo, es curioso cómo los recuerdos me persiguen, golpeando a la puerta de mi conciencia y metiéndose en ella como viejos amigos olvidados. A veces cuando paso frente a una fuente o una laguna, recuerdo las veces en que mi padre me llevaba al lago y me tiraba bien alto en el aire para que yo pudiera caer en el agua. Y cuando el cielo de la tarde está particularmente dorado, recuerdo a mi madre y yo a su lado, en el auto, hacia las montañas, sólo nosotros dos. Cuando sopla el viento, pienso en andar rápido en moto con mi hermano. Y cuando escucho música, a veces recuerdo las largas charlas que solía hacer con mi hermana mientras ella ponía sus discos preferidos. Y siempre pienso en Mark, enseñándome pacientemente los pequeños detalles de la producción televisiva o las grandes generalidades de la filosofía y la religión. Cómo extraño a la gente que ya no volveré a ver. ¡Y cómo extraño las montañas! El olor de la lavanda en verano, el olor de la nieve en invierno, el aroma de los troncos de pino ardiendo en los hogares el año entero.

Recuerdo que una vez estaba grabando un programa sobre cartoneros para el programa de Graña. Miguel, el productor, quería hacer un retrato documental sobre cómo era la vida para ellos mientras buscaban por la noche material reciclable para revender. Era cerca de medianoche cuando nos montamos en la parte trasera de un camión comunal para volver con ellos a sus casas en las villas, y todos estaban de buen humor. Mientras íbamos a los saltos a través de la ciudad, balancéandonos azarosamente en la cima de la montaña de cartones que habían recolectado, le hicimos una entrevista a un adolescente precoz. O mejor dicho, simplemente lo dejamos hablar y grabamos lo que decía. Pero luego él empezó a hacer preguntas sobre mí. ¿Qué estaba yo haciendo ahí? ¿Por qué un norteamericano trabajaba como camarógrafo en un programa de televisión argentino? ¿Cómo llegué a eso? Eran buenas preguntas, y yo traté de responderlas. Pero la cámara seguía grabando, la Vari-Lite estaba encendida y nuestro programa era sobre su vida, no sobre la mía. De modo que para resumir, Miguel le contó al chico que una vez yo me metí en una máquina del tiempo y viajé hacia el pasado. Mientras estaba en el pasado, toqué algo que no debía. Y cuando volví al presente, todo era diferente. Me pareció una explicación mucho mejor que la que podría haber dado yo jamás.

Hace poco, estábamos en un café cerca de Plaza de Mayo. Paula hablaba por su celular. Scarlett estaba muy ocupada con los paquetitos de azúcar y las servilletas y Natasha estaba inmersa en hacer dibujos con sus dedos hundidos en un pequeño vaso con agua sobre la mesa. El café estaba aislado del ruido de la calle, y adentro también estaba silencioso. Yo estaba sentado ahí, pensando, los brazos cruzados en el pecho, mirando el ajetreo en la calle y a la gente caminando por las veredas. Miraba sus ojos y trataba de imaginarme cuál era su experiencia de la vida. Acá hay un hombre de negocios apurado. Allá un médico. Y más allá tal vez un abogado. Un cadete, un ingeniero, una secretaria, un mozo. En la esquina había un lustrabotas. En el cordón de la vereda, un borracho. Algunos son bendecidos. Algunos, maldecidos. Por Dios, por la naturaleza, por el hombre, o por las circunstancias. ¿Qué triunfos los catapultaron hacia sus alturas? ¿Qué tragedias los hundieron en sus abismos? ¿Y qué sorpresas los esperan para cambiarles sus vidas por completo?

Nadie sabe si no morirá de una enfermedad terrible, si resultará gravemente herido en un accidente, si será asesinado por un avión que se estrella contra un edificio, o secuestrado, falsamente acusado, perseguido a través de los continentes, o lo perderá todo. No podemos saberlo. Nunca tendremos ese consuelo. En esencia, todos estamos aterrorizados. Todos decaemos y morimos, más allá de las ilusiones que nos creamos a nosotros mismos.

Yo también alguna vez pasé por delante de los ventanales de un café, apurado por llegar a tiempo al trabajo, lleno de planes y esperanzas, y de cosas por hacer. Y luego ocurrió una serie extraordinaria de eventos, todo aquello desapareció y fue reemplazado por amenazas y peligros desde todos lados. Cuando llegué acá, no tenía esperanzas de durar ni un mes más. Pero luego, como por milagro, Paula entró en mi vida, y yo exprimí algunas gotas más de gracia de este mundo que era al mismo tiempo hermoso y horrible. Ahora prefiero estar acá. Quiero quedarme por un tiempo.

¿En qué pensamos cuando pensamos en el paraíso? Que todo es hermoso y que nada nos amenaza. ¿Qué imaginamos cuando imaginamos la felicidad? Que ya no necesitemos seguir defendiéndonos.

(«El Perseguido»: Capítulo 22; Un día más de vida. Páginas 383-386.)