(Publicado en Mundo Diario, suplemento del domingo 20 de mayo de 1979)




Aquella tarde no había sido especialmente afortunada, ni un mal «estirón» que llevarse a casa, ni tan sólo unos ojos que se cruzaran provocativos en el camino, como antesala de los empujones y los golpes. Siempre quedaba la posibilidad de languidecer en «Los cazadores» esperando a una Carmen griposa y cada vez más huraña, a la que iba siendo conveniente dar el «piro». Pero estaba harto.

Los tres amigos descansaban fumando en un banco pelado de «La Mina», mientras enhebraban con automática facilidad el pasado y el futuro. El presente, igual que cada día, suspendido del hilo finísimo de la coyuntura cada vez menos amable.

«Joder, tú, que la cárcel no es la "prote", que allí tienes que apechugar con muchas cosas.»

La pérdida de la infancia la recuerda Angel, «El Torete», como una simple maquinación burocrática. Ya sabía a lo que se exponía con el último coche, acababa de cumplir dieciséis años y tenían todas las posibilidades legales de encarcelarlo. Por las ilegales ya había pasado con creces, al fin y al cabo, a un niño de doce años no se le puede rematar a palos para que confiese el nombre de su compañero que ha logrado huir. Y la primera vez lo molieron a hostias por su silencio. La lealtad, más que formar parte de la nómina de los héroes, era una pura cuestión de supervivencia. Se trataba de reducir en lo posible los golpes y la «poli» había empezado a preguntar mucho después del primero. Al volver al barrio no quería más guantazos.
«Mire usted señor comisario, yo lo que quiero

es encontrar al que más destaque. A la star...»

—¿A quién dice?
—A la estrella, hombre, al que más trabajo les dé.
—Hay tantos...
—Ya, pero seguro que usted destacaría a alguien.
Puede ser, pero ahora... No sé, busquen al «Torete».
—¿Al «Torete»?... ¿Por dónde anda?
—«Alcanzar la sabiduría, hermano, exige muchas preguntas. Yo ya no oigo. Busque en la guía.»

José Antonio de la Loma quería algo así como el «cinéma verité» de La Mina y buscaba muchachos sangrientos, pero no mucho; que conocieran el sabor del plomo en las costillas, pero que las heridas hubiesen sido leves... Bandiditos guapos y vibrantes que no le hicieran ascos a la redención. Gente tratable, al fin y al cabo —que diría—, agresivos, pero cuya violencia pudiera filmarse. Estaba decidido a hacer esta película ahora que tanto se habla de delincuencia juvenil, de marginación «provocada por el sistema». Era la oportunidad para contar una bonita historia, hombre, que ya podía hablarse de casi todo. Dudaba con el título, era preciso darle toda la garra del «marketing», sin preocuparse demasiado por las susceptibilidades ¿Qué eran estos chicos, sino perros jóvenes, vagabundos, liberados del estigma hiriente del collar, tan feroces como ingenuos, sin más armas que unos buenos puños o la navaja? Por eso buscaba un término medio, chaveas de discoteca y sombras, pero buenos en el fondo, que el sistema, ya se sabe, tiene la culpa de todo. ¿Ellos...?, unos infelices.

De la Loma puso en marcha su coche, mientras paseaba sus manos por el nudo de la corbata que se parecía tan poco a un collar y que, sin embargo, también atestiguaba su honrada y noble procedencia.

Un círculo primorosamente dibujado de colillas chamuscadas reflejaba el pasado del tiempo, la noche estaba todavía lejos pero los proyectos iban perdiendo consistencia con las horas.

—Véis, joder, ahora a ver quién es el guapo que se acerca hasta El Prat, con la hora que es.
Y de repente, la gloria casi alada de un automóvil respetable que se detiene con un brusco frenazo cerca de ellos.
—¿Y éstos... qué?
Angel es el primero en levantarse, ha reconocido a un policía en el asiento trasero y seguro que viene por él. «Vaya coña —piensa— ya tenemos la tarde ocupada».

Los otros dos se levantan despacio, como disimulando. Dan una vuelta al banco y se quedan clavados. «Torete» ya ha podido alejarse unos metros y todo será para él cuestión de correr largo. Seguramente piensan que también esta vez ha tenido suerte. Ya están encima, aquí no se salva ni Dios. Era de esperar, ya se ha oído: «¡Vosotros!»...
Juan corre detrás de él desesperado: «¡Torete!, escucha, quieren hablarte. Escucha, joder, ¡para, «Torete»!).
Llega jadeando hasta el banco.
—Hola bicho, ¿qué te creías?
—Yo..., nada.
—Este señor es D. José Antonio de la Loma, director de cine, me ha dicho que si sabía








de algún chaval... bueno, así como tú, para una película que quiere hacer sobre los delincuentes juveniles. Eso es, ¿verdad...?
—Sí, mira, yo quería hablarte...
Juan y el otro se han quedado exactamente donde estaban, dejando entre ellos el hueco vacío de Angel. Se han quedado con la cabeza baja, las manos entrelazadas y de vez en cuando se echan alguna ojeada. Detrás de ellos anochece tímidamente, deberán volver pronto al barrio, porque no hay demasiado money para cenar y hasta puede que los esperen en casa. No se les ha arreglado la tarde, a ver qué cuenta mañana «Torete».

Ha sido sólo un momento, lo que iba del banco al asiento trasero del 124, y la cantidad de cosas que han pasado por su cabeza. Es curioso, pero no le ha impresionado mucho la propuesta; si es un camelo, hace muy bien en no ilusionarse, pero... si sale bien... Procura esquivar la posibilidad y lo logra, tampoco es la primera vez que le pasa algo raro en su vida y sigue de pie. De todos modos, le mosquea lo de los polis, aunque no le hablan mucho, por lo menos le dejan en paz.

—¿Vas bien?
—Sí, sí.
—Escucha, José Antonio, me parece que con ese poli os habéis pasao, que no son tan buenos como todo eso...
—Mira, Angel tú tienes que olvidarte de la vida, aquí, ¿entiendes?

Olvidar la vida, que ahora esa carretera por donde va a estrellarse el coche vacío está llena de focos e Isabel Mestre pasea sin miedo por la penumbra de Montjuïc. Olvidar la vida, y el seco estilete de la bala que le metieron cerca de Pineda de Mar cuando tenía 14 años. «Me dio corriente, no sé», piensa. Claro, a pesar de que le dieron paso en el control de la Guardia Civil, no son tontos, y le persiguieron enseguida. Lo típico, una sirena, el pie que aprieta diestramente el acelerador, pero, de pronto, se ponen al lado, los tíos, y sin mediar palabra disparan. Pero él sigue fuerte, enloquecido y al volante, y los despista. No puede más, se acerca a un hospital y lo ven perdido de sangre.

—Chaval, ¿qué te pasa?
—Me han pegado un tiro.

Es una agradable sensación revivir el miedo cuando el final no puede ser otro que feliz. Pasaría lo mismo que si en una pantalla gigante proyectaran nuestra vida y la viésemos cómodamente sentados en la butaca. No habría intriga, la memoria acumulada actuaría de perfecto salvavidas, si acaso una cierta repugnancia por lo estúpidos que fuimos aquella tarde, o por la oportunidad perdida.

No hay nada que odie más Angel, «el Torete», que su antigua vida; él ya quería dejarlo cuando lo de la cárcel, que cogió miedo, sí señor, miedo legítimo e implacable. Y no lo hubiera dejado probablemente, que así como así no salen un empleo, una chavala que «me entienda», o una



quiniela de catorce. Ahora que no hablen de explotación, de manejos en torno a su figurita de bandidito, de oportunismo por parte de las multinacionales cinematográficas. A él ya le interesa el cine «per se», y aunque comprende que de momento sólo ha interpretado su vida, quiere ir más allá, más allá de todo...

—Niño, aprovéchalo si puedes —le había espetado su madre—, y vaya si lo iba a aprovechar. Nunca tuvo problemas con las mujeres, ciento y raya a muchos. Su primera experiencia sexual, la primera tía que se tiró, vamos, era medio novia suya, que de putas nada, que a los doce años había empezado a probarlo y cuando se le pregunta, encoge los hombros, desarmando al interlocutor que, ingenuamente, ose hablar de posibles traumas.

—¿Las tías?, para mí son todas iguales. Yo sentí lo mismo con la primera que con la última. Yo siempre siento igual.

Le han visto hasta los americanos, bendita tierra. Él nunca había pasado de Francia en uno de esos viajes locos, arriba, más arriba, cuando la noche aquella en Lloret no había nada que hacer y el coche era lo suficientemente bueno como para ir tirando. Pasando a Francia, como «ilegales», y hay que fijarse, indudablemente, en la nueva caricatura del celuloide: así llaman en América a los mejicanos que traspasan la frontera con USA, si pueden y no son abatidos por los disparos federales. Dará toda la pinta de «ilegal», alto, moreno, pelo negro y facciones endurecidas.

—Este tío, tener «punch», «punch»— parece que le decían a De la Loma los magnates.

Alternará con Mc. Cloud, el de la tele, y la estrella en ciernes adquirirá un suave deje de inglés oído. El tema, su tema, es inagotable. Seguro que a Angel le encuentran un huequito en todas las superproducciones de sangre que convengan a su físico y estirpe. Y no será ninguna tragedia para nadie. Con diecinueve años de vida oficial tiene todo el tiempo para llegar a donde quiera.

«Esto ha sido un error, —repite incansable cuando le preguntan sobre su vida—. No pienso en el fracaso porque prácticamente no tengo tiempo, pero si llega..., tranquilo, siempre, muy tranquilo. Será cuestión «Torete» de que aprendas algo, aunque estudiar ya sabes que no te gusta, un oficio, cualquier cosa, siempre te había gustado el cine, ya de bien pequeño soñabas con las imágenes del domingo, y al fin y al cabo esto no es tan sorprendente. Ahora se trata de ir interpretando tu vida, pero con red. Fíjate si han cambiado las cosas».

La Mina sigue justo ahí, en el noroeste olvidado de la ciudad con un nombre maldito en el mapa, desde donde dicen las gentes que cada noche salen grupos de hombres encendidos, con caras de niños crecidos aprisa, entre sus ruinas de poliuretano, y de semblantes ácidos y sin tregua. Ahí están, irresistibles en sus poses tanto frente a quienes quisieran verlos colgados en las plazas, como ante los que convertidos en sus exégetas diluyen su mensaje en filminas de tres al cuarto.

Falta el «Torete» que podría haber aprendido las nuevas técnicas del «puente», o el «estirón con embestida», y que ahora anda bien lejos de aquí, pisando de otra forma los mismos barrios y obsequiando a su público con la misma sonrisa escondida de antes. Falta de aquí, Angel, y sus dos amigos del banco han tenido tiempo de enterarse de lo que pasó aquella tarde.

—A mí me tratan igual que antes. Y los que tengan envidia que se jodan. Yo no tengo que disculparme ante ninguno de ellos por haber cambiado. Sé que he cambiado, desde luego, y estoy contento.

En La Mina también hay elegidos, desde luego. Solamente que éstos han tenido que partirse la cara más veces que los otros. Y quedan los de siempre, los no-asimilables, que De la Loma no puede convertirse en un hermanito cinéfilo de la Caridad. Cualquier día se los van a cargar sin miramientos, tengan la edad que tengan. Ese «Torete» ha tenido suerte y le brillan los ojos, sin estridencias, todavía con un tímido parpadeo. Está sacándose el carnet de conducir y dice que falla la teórica.

Ángel Fernández Franco, «El Torete», murió de sida el 26 de febrero de 1991.