Cuando escribí Raval, hace ahora diez años, lo hice en un estado de inocencia completa. Entre los asuntos claves de ese libro estaba el de la implantación de falsos recuerdos (mucho mejor en andaluz: la farsa memoria) en la conciencia de varios niños que afirmaban haber sido víctimas de abusos por una supuesta trama de pederastas que actuaba en una zona del barrio viejo de Barcelona.

Ni lo sabía yo ni la policía que investigó ni la fiscal que acusó ni el juez que instruyó ni los psicólogos que peritaron ni los magistrados que condenaron. Ni las víctimas ni los culpables.












Es decir, de ninguna boca implicada había surgido la expresión «falsos recuerdos». Aunque eso no quiere decir que aquella policía o aquellos psicólogos no fueran grandes expertos en el asunto. Lo eran sin saberlo. Tampoco quiere decir que yo no hubiese detectado la falsedad en los relatos de muchas víctimas: en realidad ése era, como sabes, el objetivo clave de mi libro.


Lo que todos ignorábamos (y esa ignorancia intelectual facilitó el sufrimiento de muchos inocentes) es que el sintagma existía como tópico y que los mecanismos de su elaboración llevaban varios años perfectamente definidos.