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Estoy contenta con mi elección profesional. Más de treinta años de trabajo me han permitido contemplar la subjetividad de mi época, sus malestares, bajezas y grandezas, desde la primera fila. Las personas que me piden cita suelen sufrir, y si eso es lo que las trae a mi consulta, también las dignifica. Hoy el sufrimiento subjetivo está prohibido por el imperativo categórico de la «Felicidad-para-todos». Nadie puede quejarse, puesto que nada falta. El consumo capitalista y las tecnologías del progreso científico en su afán omnipotente prohíben el sufrimiento subjetivo e intentan erradicarlo, mediante una oferta cada vez más diversificada en forma de miles de objetos, y fármacos para cualquier dolencia.

Sin embargo, esta misma política no hace más que aumentar el malestar de aquellos sujetos que no han perdido la conciencia de serlo y que todavía reivindican un lugar para su diferencia y sus palabras.

Veo sujetos, adolescentes o adultos, que desean salir de la melée globalizante; salir del maltrato, para encontrar un lugar propio en el mundo. Un lugar más cómodo para la expresión del amor en sus distintas facetas y para su realización creativa, o para salir de dudas y reconciliarse con sus orígenes y con sus semejantes, reducir los odios y las indignidades, los lastres de una educación mal entendida, adherencias que parasitan nuestra existencia.

Los síntomas que justifican una consulta son múltiples y van desde las cuestiones psicosomáticas, las crisis de angustia, los miedos, las depresiones, las inseguridades en las relaciones sexuales, laborales, personales, hasta las dificultades más graves de aquellos seres tan frágiles que van extraviados en busca de algo que detenga su destrucción.

Una psicoterapia, un análisis, debe reducir este sufrimiento y permitir el nacimiento de un sujeto nuevo, liberado de sus trabas. Freud decía que la cura consiste en poder recuperar la capacidad de amar y trabajar. Yo añadiría: incluso para aquel que escoja el ocio, ya que finalmente habrá podido aproximarse a su deseo.