Cardo Máximo

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La corrupción y los chóferes

 

SI ARENAS anda despabilado, seguro que saldrá ya mismo a proclamar su negativa a ponerle coche oficial con chófer a todos los altos cargos de la Junta  como una de sus medidas estelares para combatir la corrupción en Andalucía: muerto el perro, se acabó la rabia. Sin chófer a su disposición, a ver cómo se iba a agenciar la cocaína un director general de Empleo, pongamos por caso, para sobrellevar las extenuantes jornadas de trabajo que requiere su puesto en una comunidad con 1,2 millones de desempleados. No se va a meter todo un director general en el excusado de ningún bar a trapichear con el camello de turno, que además ni firma facturas ni entrega recibos para justificar ante el interventor el gasto contraído. Para eso está el mecánico, como se decía antiguamente.

Como está demostrado que en la Administración pública el órgano crea la función, en abierta contradicción con los postulados evolucionistas, el principal inconveniente de los gobernantes es que están rodeados de demasiada gente dispuesta a satisfacer cualquier necesidad por nimia que parezca. Ahí está el escolta de Francisco Camps, que tuvo que prestarle en cierta ocasión 200 euros –¡caramba, sí que viajan abrigados los policías en Valencia!– para pagar unos trajes porque el presidente de la Generalitat valenciana andaba corto de calderilla el día que fue a recogerlos. O el negro de Jaume Matas, al que le pagaban 4.500 euros por discurso que le escribía al prócer balear más una morterada para montar una agencia de noticias y otras menudencias con las que comprar a precio de oro las palabras que luego el ex ministro pronunciaba como propias.

Es lo que tiene dejarse llevar. Si lo dice el propio verbo con el que los hispanoparlantes del otro lado del Charco se refieren a la misma acción que entre nosotros llamamos conducir: manejar. Y los hay que manejan tela. Estando donde está, el chófer escucha hilvanes de conversaciones, conoce dónde está a cada momento el conducido y sabe las compañías que frecuenta. Después, esa información vale un potosí.

Que se lo digan si no a ese otro consejero de la Junta que se enteraba de las miserias de un conocido suyo gracias al chófer. O a esa otra consejera a la que el conductor oficial asignado le paró los pies en seco nada más aterrizar en su nuevo cargo cuando le pidió, toda amabilidad, que fuera a unos grandes almacenes a comprar comida para el perro de la familia: que se empieza por acarrear sacos de galletas y se acaba comprando droga.

javier.rubio@elmundo.es

10/1/12


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