Cardo Máximo

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Expo 92: ¿qué hay que celebrar?

LA NOSTALGIA no deja de ser una excrecencia improductiva de la memoria que no conduce a ninguna parte o, en el mejor de los casos, distrae con las miles de trampas dispuestas por los vericuetos donde habita el recuerdo, por lo común placentero. La nostalgia, ah, esa droga que crea dependencia en el cuerpo social y cuyo síndrome de abstinencia sólo se puede pasar mirando fijamente al porvenir. Detrás del comercio mundial del sexo, las armas y la energía, no hay otra mercancía que mueva más dinero en sus más distintas –e insospechadas- variantes, por lo general, muy locales.

Conviene vacunarse contra la nostalgia, ese sentimiento ilusorio de aprehender vagamente el pasado en que fuimos más felices, más justos o más ricos, pero siempre inexcusablemente más jóvenes. Ese es en el fondo el negocio de la nostalgia: llevarnos atrás en el tiempo en un viaje imposible para reencontrarnos a nosotros mismos mucho antes.

Sevilla es pornográficamente nostálgica. Toda ella está construida sobre la emoción del recuerdo, así que por qué no iba a tener la Expo92 su grupito de nostálgicos dispuestos a celebrar su vigésimo aniversario por todo lo alto que permitan las actuales circunstancias económicas. El grupo municipal socialista ya se les ha unido en la petición de que se conmemore la fecha de inauguración con el boato reservado a las grandes solemnidades de la ciudad: con una procesión, en este caso la de la cabalgata que cada atardecer marcaba el cambio de horario en la Expo durante sus 176 días.

¿Y bien? Éramos más jóvenes, más ilusos y estábamos menos resabiados. ¿Qué hay que conmemorar de una fiesta en la que lo pasamos genial? Bebíamos hasta el amanecer con la insultante frecuencia que permite la edad juvenil, nos embriagábamos de color, aromas y mulatas, bailábamos todo lo que podíamos para que lloviera café en el campo y los fuegos artificiales iluminaban nuestros besos. Bien, ¿y qué?

El legado urbanístico está a años luz del que dejó la Exposición Iberoamericana de 1929, se llevaron o desmontaron las mejores arquitecturas con contadísimas excepciones, la isla se llenó de coches y de edificios grises y anodinos como colmenas de oficinas insulsas, el campus de transferencia tecnológica soñado se quedó por el camino y hasta el gigantón de Pakistán se ha muerto.

¿Qué hay que celebrar? Ah, sí, que todos éramos veinte años más jóvenes. El negocio de la nostalgia ya está otra vez en marcha. Con un servidor que no cuenten esta vez.

 

21/2/12


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