Clásicos del siglo XX: En Grand Central Station me senté y lloré, de Elizabeth Smart.

Elizabeth Smart, En Grand Central Station me senté y lloré, Editorial Periférica, 2009.

Conocí la existencia de esta breve, pero trascendente, obra aparecida en 1945 gracias al blog de la periodista cultural Marta Peirano, quien la situaba entre sus veinte libros preferidos. Añadía además que era una de las lecturas favoritas de Morrissey y Enrique Vila-Matas lo cual, como pueden imaginar, no hizo sino aumentar mi deseo de leerla. Las referencias no podían ser mejores. Y aunque en ocasiones estas intuiciones fallan al ser contrastadas con los gustos personales de cada cual, no fue el caso: En Grand Central Station me senté y lloré es un libro de una insólita belleza y emoción, de difícil y lenta lectura si quieren, pero de un intenso atractivo poético.

Convertida hoy en obra de culto, su contenido es inseparable de la biografía de su autora. Perteneciente a una familia acomodada de Canadá, Elizabeth Smart vivió desde 1937 una intensa y a la vez tormentosa historia de amor, pasión y adulterio con el poeta George Baker, que sirve de base a este relato. Hasta tal punto parece haber jugado una suerte de terapia personal para Smart, que no volvió a escribir un libro en treinta y cinco años. Puede que este dato aumente la leyenda que rodea al texto, nunca se sabe. Pero lo cierto es que la obra narra una complicada historia de amor entre una mujer y un hombre casado, que penetra en vastos territorios como la pasión amorosa sin ambages, la culpa, el deseo, los celos, la soledad, la duda… Es decir, los grandes temas de la literatura universal, pero llevados a la sociedad de mediados del siglo XX. Smart se rebela aquí contra el rigor y prejuicios de la moral burguesa que le había tocado vivir, y da un puñetazo en la mesa a favor de la pasión y la libertad individual. Claro que desde una postura literaria compleja y un elegante y a la vez despiadado lirismo, lleno de referencias a clásicos de la literatura anglosajona, al mundo clásico y a la cultura judeocristiana, cuyas potentes imágenes utiliza sin complejos.

Más allá de lo que yo pueda añadir, sirva esta breve nota como entusiasta recomendación para aquellos lectores exigentes que todavía no conozcan la obra y deseen sumergirse en sus aguas procelosas y reconfortantes. Absténganse quienes solo busquen lecturas sencillas o meros divertimentos.

Óscar Adell Ralfas

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