11.4.05

--El camino del guerrero --


En la doctrina de las artes. marciales, la práctica del bujutsu (es decir, las diversas armas, técnicas, estrategias, control interior y poder) casi nunca se considera como el único o ni siquiera como el principal aspecto de esas artes. De hecho, apenas hay un solo texto, de naturaleza general o que se ocupe estrictamente de la instrucción técnica (desde tiempos pasados hasta el día presente), que defina estas artes como métodos de combate puramente prácticos y utilitarios usados en el ataque, contraataque y defensa para someter al oponente. Casi todos sin excepción, los maestros de artes marciales de mayor reputación que han escrito o enseñado sus especializaciones han afirmado que el bujutsu fue (y todavía se considera que es) algo más que una simple variedad de métodos de combate prácticos y efectivos. Indican que estas artes son «medios» o disciplinas de desarrollo moral ideados para profundizar la formación de una personalidad madura, equilibrada e integrada de un hombre en paz consigo mismo y en armonía con su ambiente social y natural.
Se refieren, por tanto, a un sistema ético, de moralidad, que motiva e inspira la práctica (jutsu) desde dentro y la lleva hacia el logro de objetivos finales y remotos sitos mucho más allá de los inmediatos y estrechos confines del mundo del combate entre hombres. Este sistema suele llamarse, en la doctrina del bujutsu, budo, un término formado por la combinación del ideograma bu (que, como hemos visto antes, denota la dimensión militar de la cultura japonesa) con el ideograma do, que está más específicamente vinculado con el dominio espiritual. Do, de hecho, en general se traduce como «camino» (es decir, el camino de ver, de entender y de motivar comportamiento en el sentido filosófico o religioso) o como «doctrina» (es decir, los principios enseñados y aceptados por un cuerpo de partidarios de una filosofía, una secta religiosa o una escuela). Como tal, do denota creencia más que técnica, percepción más que ejecución, motivación más que acción de sus instrumentos particulares.
El Budo, por consiguiente, se identifica a sí mismo con las últimas motivaciones (generalmente de naturaleza ética) que debían regular la conducta del guerrero japonés (bu-shi), o del hombre japonés luchador en general (bu-jín). El Budo está relacionado, por tanto, con la ética de la clase militar japonesa, así como con las disciplinas que dicha clase adoptó y que aseguraba seguir, en un esfuerzo por cumplir ciertos dictados morales e integrar a cada guerrero en el sistema como un individuo estable, maduro y fiable.
El problema con el que nos enfrentaremos en este contexto (si verdadera- mente deseamos explorar esta dimensión en profundidad) será doble: primero, determinar con mayor precisión el contenido de este sistema de ética adoptado por los bushi del Japón feudal, y segundo, averiguar si de verdad lograron vivir de acuerdo con sus normas -con independencia de cuáles hayan sido dichas normas. En resumen, deberemos intentar descubrir si su Budo era realmente de la calidad ética más alta y si su bujutsu realmente les ayudó a cumplir las elevadas exigencias éticas del budo. Este problema, naturalmente, no se presentaría si por un sistema de ética en budo entendiéramos meramente un código de honor muy especializado y una conducta típica de la clase militar basada en conceptos particulares y muy exclusivos de obediencia, lealtad, respeto y predominio que no son aplicables a escala universal a todos los seres humanos, con independencia de su estatus social, sino. únicamente a los legítimos miembros del buke. En este contexto, que es claro y específico, el bujutsu parece haber servido bien a la clase militar, puesto que les ayudó a llevar a cabo vigorosamente el particular código ético que -a partir del siglo XVI- recibió el nombre de shido o bushido.
El concepto de lealtad absoluta al superior directo; el concomitante concepto de incuestionable obediencia; la exigencia de que el samurai sea frugal y espartano en su vida cotidiana y rigurosamente insensible tanto al dolor como al miedo a morir; el deber de respetar a los guerreros de otros clanes y de tratarlos según reglas minuciosas de etiqueta que regulaban la existencia y función de todos dentro del orden social de los buke, etcétera, se trataba todo ello de normas aplicadas verticalmente y reconocidas como válidas u obligatorias tan sólo por los bushi, en y respecto a sus superiores directos únicamente. Las otras clases del Japón feudal, y por consiguiente la mayor parte de la población japonesa de dicha época, no estaban tan rigurosamente sometidos a los dictados del bushido. A fin de cuentas, hay que tener presente que, incluso dentro de los buke, sólo se asignaba una importancia socia! menor a los samurai de bajo rango, quienes, como sirvientes, estaban considerados más como instrumentos del poder por sus privilegiados señores que como sujetos de un código basado en una categoría igualitaria para todos sus miembros. Lo que sin embargo daba a todos los sirvientes una cierta superioridad socia! era la actitud de absoluta subordinación a los miembros de la clase militar que la gente de todas las clases era obligada o condicionada a adoptar.
Si la moralidad se entiende en un sentido estrecho y especializado (es decir, como un sistema ético inspirado por el predominio político y militar de los buke ), entonces no hay duda de que el bushido era un código excelente y apropiado. Pero este criterio no es aplicable de la misma manera cuando la doctrina del bujutsu intenta vincular la ética del guerrero con los valores de la calidad más elevada, válidos a escala universal para todos, en todas partes y en todas las épocas. Significativas referencias contenidas en la doctrina, de hecho, aunque confusas y complejas, parecen estar orientadas hacia los valores morales propuestos por las doctrinas supremas del Asia continental, tales como el socialmente inclinado confucianismo, el metafísico y muy humanitario budismo, el sereno y cósmicamente generoso taoísmo, y otras. El contenido moral de estas doctrinas (independientemente de las innumerables interpretaciones y distorsiones a las que se les ha sometido durante la atribulada historia de la humanidad) parece inspirado predominantemente por un soberano respeto por la vida humana en general (no sólo de la del maestro), por un sublime reconocimiento de la identidad básica de todos los miembros de esta vida. Curiosamente, los mismos privilegiados señores del Japón feudal, en aquellos raros casos en que llegaban a comprender las verdades esenciales de esas doctrinas, a menudo renunciaban a sus elevadas posiciones ya sus armas y adoptaban la severa sencillez del hombre santo, entrando a menudo en monasterios o sumergiéndose en el corazón de zonas deshabitadas.
Parece bastante obvio que, en genera!, el «camino» del guerrero en el Japón feudal no abarcaba este aspecto tan universal de las principales doctrinas asiáticas. En realidad, no es razonable suponer que la sociedad japonesa en conjunto fuera capaz de adoptar y aplicar un punto de vista tan elevado y civilizado, en mayor medida que el hombre occidental, en conjunto también, haya podido vivir de acuerdo con los dictados de las doctrinas de inspiración más elevada. En este sentido, siempre que la doctrina del bujutsu intenta proclamar las elevadas creencias de las doctrinas orientales de iluminación como las motivaciones inspiradoras subyacentes en la práctica de las artes marciales, debe tenerse en cuenta que proclamar la adhesión a esos valores en teoría y vivir según ellos en la práctica (como la historia de los hombres demuestra ampliamente) son dos cosas completamente distintas. Para señalar con mayor detalle las principales áreas de conflicto que hicieron históricamente difícil, si no imposible, para el confucianismo, el budismo y el taoísmo mezclarse con éxito e influir en la realidad japonesa de los tiempos feudales (es decir, alterando sustancialmente su carácter distintivo), basta con mencionar el agudo contraste entre el carácter universal de esas doctrinas (tal como se pretendía que fuera originalmente) y la naturaleza de clan, particularista y necesariamente sectaria de la cultura japonesa en el Japón feudal con su concepto central de una jerarquía vertical que debía imponerse y mantenerse para traducir el carácter universal de ciertas doctrinas esencialmente igualitarias y no violentas de desarrollo espiritual (tal como las encontradas en las enseñanzas de Jesucristo, por ejemplo) en expresiones sociales y políticas concretas. La mayoría de las veces, estas expresiones han sido interpretadas de un modo garantizado que refuerzan las estructuras sociales que, en lenguaje moderno, definiríamos como el «sistema» ( de orientación generalmente militar). Sólo lenta y penosamente ha pasado el mensaje central de estas doctrinas de la dimensión religiosa ( «todos los hombres son por igual hijos de Dios» ) a la esfera social y política ( «todos los hombres son iguales ante la ley» ), filtrándose en la sociedad occidental bajo la forma de conceptos filosóficos cuya germinación a varios niveles de la cultura occidental ha precipitado gran parte de los conflictos y cataclismos que marcan su historia.
En Japón, sin embargo, debido, quizás al menos en parte a la posición aislada de ese país frente a la costa continental de Asia, el contraste entre el carácter universal e igualitario de las doctrinas supremas de iluminación y la concepción japonesa de la sociedad humana, de sus estructuras y de su destino último parece haber estado más acusadamente delineado que en Occidente, y aparentemente de forma irreversible sin ciertas modificaciones poderosas y de largo alcance.
Las doctrinas de gobierno político que habían evolucionado en China, por ejemplo, fueron profundamente examinadas, laboriosamente digeridas y apropiadamente adaptadas a la concepción japonesa de una sociedad deseable. Este proceso de adaptación se aplicó principalmente al confucianismo, que era esencialmente una doctrina de gobierno político y social, equiparando el buen gobierno con la moralidad. Los japoneses, sin embargo, parecen haberse aproximado solamente al primer nivel de la doctrina (la burocrática), sin sondear por debajo de la superficie para descubrir exactamente qué es lo que había justificado sus distintas funciones a los ojos de los eruditos japoneses. En China: El «funcionario erudito», el tipo ideal de este sistema, alcanzaba su posición a través de exámenes competitivos, sin prestar atención a su origen social. Éste fue el sistema burocrático que adoptaron los japone- ses en el siglo VII. Pero es sumamente instructivo observar cómo lo alteraron de acuerdo con la genialidad de su propio sistema de aristocracia hereditaria. Adoptaron las formas del sistema burocrático chino, pero en lugar de unas oposiciones abiertas mediante exámenes justos para valorar el talento y el mérito, tal como se hacía en China, asignaban los cargos a grupos hereditarios. Así, aunque los japoneses usaban los títulos del sistema chino, eran en realidad poseedores de títulos hereditarios, no funcionarios.
En consecuencia, también alteraron sustancialmente ese canon del confucianismo que sometía a todo el mundo (aunque sólo fuera en teoría) al concepto de justicia y bondad social. De hecho: De la misma manera, el confucianismo chino que convirtió a la obediencia absoluta al emperador en contingente sobre su virtud, de modo que la deposición de un emperador era bastante concebible y consistente con la moralidad, fue transformado en Japón y en Corea en el apuntalamiento del sistema de aristocracia hereditaria. Para los japoneses, la posición del emperador se basaba en su nacimiento, no era contingente sobre su virtud.
Más afectadas todavía por este proceso de adaptación fueron las más complejas, abstrusas y sutilmente metafísicas doctrinas del budismo y el taoísmo, cuyo mensaje ético está tan profundamente arraigado en sus escritos poéticos. En sus formas originales, estas dos doctrinas parecen haber sido inspiradas por una intrínseca creencia en la perfectibilidad de la naturaleza humana. En Japón, fueron desprovistas de sus cánones esenciales y simplificadas hasta tal punto que finalmente se convirtieron en poco más que formas expresivas de un ascetismo cuidadosamente ritualizado y externalizado.
Una notable característica de la cultura japonesa tras el período Heian, en efecto, parece haber sido este general y omnipresente énfasis en lo pragmático y utilitario más que en lo escolástico y abstracto. Investigadores japoneses, como Okakura, han llegado a convencerse de que «los ideales en sus lugares de origen dejaron de ser ideales en las islas de nuestra patria», quizá porque, tal como dijo Okakura a sus compatriotas, «Creo que somos gente del presente y de lo tangible, de la amplia luz del día y de lo claramente visible. La innegable proclividad de nuestra mente (está) a favor de la determinación y de la acción, en oposición a la deliberación y la calma» (Okakura[l], 104). Es interesente señalar que, como si quisiera confirmar la opinión de otro gran investigador japonés, Nakamura, que halló un profundamente enraizado «antiintelectualismo» en la cultura del Japón, Okakura usaba el término «contras- tado» en lugar del semánticamente más suave «comparado», para expresar no tanto la relación entre dos tipos distintos de cultura como sus naturalezas irreconciliables. Los japoneses, en efecto, no lograron comprender ni desarrollar «todas las implicaciones del pensamiento indio y chino» , y esta deficiencia, según la estimación de Suzuki, ayuda a explicar por qué, en general, «el genio japonés...no logró afianzarse en el plano intelectual y racionalista» .
En cuanto al shinto en sí mismo, parece haber un acuerdo general entre los eruditos que investigaron este antiguo culto en cuanto a que no contiene un código moral en el sentido de normas de razonamiento y evaluación interiores usadas para determinar la conducta externa. En este contexto, es sorprendente pero también extremadamente esclarecedor vincular la opinión de «uno de los líderes de los modernos predicadores del sintoísmo puro», Motoori Norinaga (1730-1801), cuyos puntos de vista manifestados nos dan una indicación de la diferencia entre la idea japonesa de moralidad y el concepto occidental de moralidad como un conjunto de normas universales separadas, ya veces incluso antagonistas, de las normas políticas y sociales particulares. Según este caballero, «la moralidad fue inventada por los chinos puesto que eran un pueblo inmoral, pero en Japón no había necesidad de ningún sistema moral, puesto que todos los japoneses actuaban rectamente bastándoles con consultar su propio corazón» . y exactamente, ¿qué es lo que encontraban los japoneses en cuestión al buscar en su corazón? Motoori explicaba que «el deber de un buen japonés consistía en obedecer las órdenes del Mikado, sin preguntarse si dichas órdenes eran buenas o malas. Sólo la gente inmoral corno los chinos presumían de discutir el carácter de sus soberanos» (Satow, 135). No debe sorprendemos, por tanto, que a los ojos de Satow y de otros muchos eruditos que analizaron el sintoísmo feudal esta religión se convirtiera «en nada más que un instrumento para reducir al pueblo a una condición de esclavitud mental».
Tras su etapa militante (descrita en la parte I), durante la cual las ideas políticas expresaron la tendencia teocrática prevalente en la cultura, el budismo degeneró en el cultivo de formas estéticas por miembros de las clases dirigentes y en las supersticiones animistas en las que todos se complacían. Con la elevación del clan Tokugawa, la función de las escuelas y de los templos budistas (una vez hubieron dejado de guerrear entre ellos) fue la de asegurar su posición y prosperidad cooperando con los señores feudales en su mantenimiento del orden social feudal. De acuerdo con más de un investigador, la influencia del budismo ha sido con (los japoneses) más estética que ética. El feudalismo japonés convirtió la doctrina budista de la renunciación en el estoicismo del guerrero. El samurai japonés renunció a los deseos, no para poder entrar en el nirvana, sino para poder adquirir el desprecio por la vida que le convertiría en un guerrero perfecto.
Considerando al bujutsu, por tanto, como el «cómo» funcional y estratégico del combate, mientras el budo estaría relacionado más exactamente con el último y más humano «por qué» ( es decir, con las razones para enzarzarse en un combate), vemos que sólo en muy pocas ocasiones tuvieron éxito ciertos maestros de bujutsu en armonizar su jutsu con el do más alto o con el imperativo ético hasta el punto de cambiar o transformar sustancialmente las antiguas técnicas de artes marciales selectas (apartándolas así de la especializada y estrecha dimensión de la experiencia militar y transmutándolas en disciplinas de iluminación y de logro social y espiritual). Estos raros casos de éxito, sin embargo, no justifican la suposición de que ésta era la norma o que, desde un punto de vista histórico, eljutsu (o técnica) era lo mismo o idéntico que el do de exaltado propósito ético. Tampoco debe suponerse que el guerrero del Japón feudal fuera el prototipo del hombre «bueno» solamente por el hecho de que practicase el bujutsu. De hecho, si era un bushi, su do podía haber sido (como generalmente parece que fue) un particular y totalitario sistema de ética que difícilmente era más merecedor del calificativo de «moralmente superior» que cualquier otro sistema totalitario y despótico allí donde se aplicase. O, si era un bujín, perteneciente a cualquiera de las otras clases, su do simplemente pudo haber sido un medio utilitario de alcanzar ciertos resultados prácticos por la fuerza. En cualquier caso, cuando hablamos de un do universal (es decir, de un sistema de ética influido por los conceptos originales del budismo, taoísmo, confucianismo y otros, en una escala veradaderamente universal y humanitaria que sólo merece el calificativo de «moral- mente excelente y superior» ), consideramos acertado mantener ese do separa- do del bujutsu en la doctrina, tal como estuvieron separados en sus aplicaciones históricas. De otro modo, nos enfrentaríamos en cada momento con el confuso dilema que todavía aflige hoy en gran medida a la doctrina del bujutsu: es decir, las contradicciones entre la técnica (jutsu) y su motivación última ( do ), fácilmente observables en la mayoría de artes marciales del pasado e incluso en muchas disciplinas derivadas de ellas, tal como se enseñan y practican actualmente en todo el mundo