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sábado, 7 de marzo de 2009

El dilema de la Cucarachita Martina

Waldo Acebo Meireles

Este clásico de la cuentística infantil, posee, como cualquier cuento que se respete, múltiples interpretaciones: que si refleja el feminismo, que si tiene un trasfondo racista ya que la oscura cucaracha optó por blanquear su rostro con polvos, o por el contrario, antirracista ya que se casó con un ser de otra especie, que si es machista dado que la hacendosa cucarachita era quien limpiaba, cocinaba, etc., etc. De lo que no hay dudas es que tiene un final que los hermanos Grimm hubiesen envidiado: El ratoncito Pérez muere achicharrado al caerse en una olla de sopa hirviendo. ¡Le zumba, que cuentecito infantil este!

Pero los clásicos siempre, o casi siempre, tienen una enseñanza que en el asunto que nos ocupa no es precisamente el de evitar comer cebollas. Lo que nos interesa es el dilema de la cucarachita, el cual tiene dos partes, dos momentos trascendentes. El primero es ¿qué me compró?, y el segundo es ¿con quién me caso?

No se por qué, pero el dilema de la cucarachita me recuerda el dilema de los cubanos [de Cuba, porque para lo de acá no hay dilema: “No Castro No Problem] Supongo que sea por el hecho, no estadísticamente demostrado, que uno de las deficiencias actuales de la mayoría de los cubanos es la de su incapacidad de tomar decisiones; incapacidad adquirida durante casi medio siglo de patrocinio del pensamiento, de protección paternalista, de emasculamiento de la reflexión, de, en resumen, la inhabilidad, probablemente no conscientemente estructurada y generada, de comparar, pensar, decidir y actuar de manera independiente, sin necesidad de consultar memos, orientaciones, directrices, mirar para arriba, o casi siempre por encima del hombro, y otras actitudes muy saludables en una sociedad donde se premia la obediencia sin límite, la mediocridad rampante y, desde hace buen tiempo, la fe, que ya no es la confianza, en los dirigentes.

Pero la Srta. Martina, nacida, criada y educada en otra época, resolvió sus dilemas, bien o mal, que ese es otro asunto, pero los resolvió ella solita. Cuando se ganó, o se encontró, su centavito, que el cuento no nos dice si era un “quilo prieto” de los del Lincoln, o si era un centavo de los de la estrella solitaria, o de los de Martí; ella miró su dinerito y tomó su decisión, no sin profundas disquisiciones: comprar polvos, tal vez hubiese sido más sensato hacer otra cosa con tamaña riqueza, pero esa fue su decisión entre las múltiples que tenía y debemos respetar su cucarachil resolución.

Después toda empolvada se sentó en el portal y cuanta bestia pasaba se enamoraba de ella [al parecer no fue tan mala decisión la compra de los polvos] y le decían que qué bonita estaba y si se quería casar, a lo cual ella contestaba con una suprema modestia y le añadía una pregunta con una nada oculta trascendencia erótica: ¿Qué tu haces por la noche? Al fin encontró el príncipe azul de sus sueños y se casó con el Ratoncito Pérez, que muchos malpensados consideran lo hizo por interés ya que era pariente cercano del millonario Mickey Mouse.

El trágico final poco tuvo que ver con las decisiones de la cucarachita, sino con la desobediencia del escaldado ratón y su inmoderado apetito.

Cuál es la moraleja, no creo que sea ‘no te compres polvo’, o ‘no te cases con ratones’, o ‘no hagas sopas de cebolla’, sino pienso que la moraleja es: ‘no confíes en que tu pareja te va a hacer caso, no lo dejes solo y mantén el control de tu casa’.

¿Serán los cubanos capaces de decidir, para bien o para mal, que comprar? ¿Serán capaces luego de seleccionar su pareja, sea ello por amor o por interés? Y por último y lo más importante: ¿Serán capaces de mantener el control de sus acciones y de su destino?

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