martes, 28 de abril de 2009

La Atalaya sin talla: Charla de Pedro socorro


LA ATALAYA, LA VIEJA “OLLERÍA”


Texto charla en AA.VV Cataifa de La Atalaya, viernes 24 de abril de 2009
Pedro Socorro Santana
Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida



Es costumbre vieja denominar a este barrio con el topónimo de La Atalaya. Sin embargo, en una de las primeras partidas del veterano y venerable libro primero de bautismos de la parroquia, el cura de La Vega, Mateo de Alarcón, anota el 19 de abril de 1592 que la niña Isabel, hija de Alonso Martín y de Constanza de Troya, residía en La Ollería. Este vocablo ya castellanizado que usa el párroco significa, según la Real Academia Española de la Lengua, “fábrica donde se hacen ollas y otras vasijas de barro”. O sea, proviene de la actividad que desarrollaban sus gentes como alfareros, ya que en este barrio se practicaba la alfarería aborigen, construyendo a mano vasijas y vasijas de barro, cocidas luego en los hornos que había en el lugar.
Y esto es de suma importancia para la historia de La Atalaya, porque aún hoy se debate la procedencia prehispánica de los antiguos talayeros u olleros, que acaso, al igual que ocurrió en otros lugares de Gran Canaria conservaron allí el hábitat peculiar de sus antepasados, como también prolongaron la tradición alfarera del neolítico.
El topónimo “Lomo de La Atalaya”, que aparece por primera vez en una partida bautismal asentada el 5 de febrero de 1588, probablemente se refiera a ese lomo donde hoy se ubica el campo de golf, mientras que el vocablo “La Atalaya”, ya en 1594, era esa zona alta o forma positiva del relieve donde los vecinos veían el mar o vigilaban la costa. Porque no hay que olvidar que era una población constantemente expuesta a los ataques piráticos, muy habituales entonces, pues a la llegada de Francis Drake en 1595 le siguió Pieter Van de Der Does, cuatro años más tarde. Y la ollería podría referirse al lugar donde se encuentra las cuevas y donde aún hoy se fabrican las vasijas.
La industria artesana ha sido de suma importancia para este barrio, decisivo para su desarrollo y su población, pero ya advierto que no voy a hablarles de tallas y otros cacharros de barros, sino voy a centrarme en otros aspectos también importante de la historia cotidiana de este importante barrio satauteño, de modo que ustedes se vayan con una idea lo más aproximada posible de lo que ha sido el desarrollo de este barrio que se asentó en lo alto de un lomo, cuya vista al mar sería decisivo a la hora de elegir este emplazamiento del incipiente poblado, amén de la reutilización de las cuevas aborígenes.
Pero sí es preciso advertirles a los talayeros como una nueva fiesta, inventada en torno a aquella vieja industria, la Traída del Barro, ha ido desplazando poco a poco los ritos de una festividad más tradicional y antigua, como es la fiesta del patrón San Pedro, de cuya existencia se tiene constancia documental desde mediados del siglo XIX. Pues en una escueta nota aparecida en el periódico El Eco del Pueblo, de fecha 21 de junio de 1872, hace 137 años, decía lo siguiente:
“El sábado 29 del corriente, como día de San Pedro, se celebrará en el pago de la Atalaya una lucida fiesta en conmemoración a dicho santo. La víspera por la noche se quemarán variedad de fuegos artificiales, y al siguiente por el día, habrá procesión con acompañamiento de la banda de música de aficionados de esta ciudad, que dirige el joven D. Rafael Dávila”.
En la víspera de estas fiestas se quemaban fuegos artificiales y antiguamente se celebraban los bailes de taifas, en los que los hombres podían bailar con la mujer que se le antojara siempre que cumpliera con la obligación de convidarla con refrescos, dulces comida y confituras, cada vez que el mandador del baile gritara: ¡taifa!. Entre bailes y cantos, las mujeres solteras aprovechaban la ocasión para ligar algún pretendiente. Como no se cobraban entradas, durante el baile se pasaba una bandeja con dulces y naranjas para brindar a las mujeres. Con el beneficio obtenido con la compra de esos productos el organizador pagaba a los tocadores que venían a amenizar el baile.
Los talayeros no esperaban a San Pedro, sin embargo, para armar la fiesta. Ni mucho menos. En el siglo pasado, cualquier fin de semana, ya con la cueva recogida y limpita, era una disculpa para celebrar estas taifas, como los bailes que se organizaban en las casas de Pinito Rodríguez, Mariquita Jesús, Mana Soledad o en la casa de Manolita Jesús.
Más tarde se celebraron estos bailes en el local de Antoñito Suárez y, por fin, en el año de 1936, concretamente el 8 de marzo, se creó la Sociedad Recreativa de La Atalaya. Fue entonces cuando todos estos bailes pasaron a celebrarse en el local propiedad de Rosita Robaina, que su hijo, Juan Rodríguez Robaina, cedió para tal fin. Estos fueron los orígenes del Círculo Recreativo de La Atalaya, cuyo primer presidente fue Ricardo Medina Moreno y como secretario actuó Antonio Santana Sanjuán. Por cierto, que entre baile y baile se celebró en una ocasión un célebre concurso para elegir al socio más feo, resultando agraciado un vecino del pago de San José a quien se le regaló como premio una botella de coñac. Quizá para hacer bueno aquello de que no hay hombre feo sino poca bebida.
En este barrio, en su mayor parte entonces troglodita, la procesión de la imagen de San Pedro se desarrollaba por veredas y vericuetos que enlazan y dan acceso a las cuevas, enramados con arcos de flores y banderolas, mientras los pórticos de las grutas se adornaban con palmas, flores y colchas antiguas. Las mujeres salían al paso del santo quemando incienso en los típicos sahumerios de barro que ellas mismas fabricaban. En las fiestas de San Pedro de 1929, hace ahora 80 años, los entusiastas vecinos tuvieron unos actos muy participativos, según destacaba la prensa de la época. Desde primera hora de la mañana del día grande, la Banda Municipal de Santa Brígida recorrió las calles tocando a diana, así como otras piezas de su variado repertorio.
“En los bailes organizados se abrirán las puertas para que el elemento joven bailen cuanto quieran”, se anunciaba. Hubo, además, feria de ganado que prometía estar muy concurrida, pues el ganadero Antonio V. Arias iba a llevar los ejemplares de vacas suizas, holandesas y argentinas que había adquirido.
Una fiesta de San Pedro que atraía a una gran cantidad de personas de todos los puntos de la isla. Pero también en las que se armaba buenas trapisondas. El popularmente conocido como Pancho Guerra, autor de los cuentos canarios, manifestaba al periódico Eco de Canarias, al comenzar el año de 1967, lo siguiente:
“Recuerdo que en La Atalaya se daban muy buenos bailes, pero estos siempre terminaban en batalla campal. Fuimos unos amigos a una bodega enorme donde se celebraba uno de estos y se formó un pleito; ¡a mí me "jincaron" un macanazo! ¡Oh, yo me metí en medio de dos bocois de vino que para sacarme tuvieron que traer un hombre rana!”.
Las peleas servían de especie de termómetro festivo, según el cual, entre más puñetazos, mejor fiesta había. Claro que a veces se pasaban de castaño a oscuro y, a mediados de 1905, una de las tantas trifulcas terminó en tragedia. Nos lo relata, con sus palabras, el Diario de Las Palmas.
“Según parte que acaban de dar de Santa Brígida hoy fue muerto de un terrible palo en la cabeza, el vecino de la Atalaya José Joaquín Santana Santana y por otro del mismo pago llamado Antonio Navarro y Navarro. Parece ser que anoche en un baile que se celebraba en la Atalaya tuvieron una disputa el Santana y el Navarro, y habiéndose encontrado hoy el Navarro le asestó en la cabeza un palo, y dejándolo muerto huyó con dirección a Telde. La guardia civil le persigue”.
En la casa del autor del hecho, situado en Las Goteras, la Guardia Civil se incautó de un revólver que usaba sin licencia. Los celos por una misma mujer parece que fue el móvil que escribió con sangre la crónica negra de comienzos del siglo pasado. Y es que el talayero ha sido de siempre muy pasional con sus cosas y con sus gentes. Quizá debido a que durante siglos este núcleo rural se mantuvo sin apenas contacto con la ciudad y con el exterior de su propio recinto, dando lugar a que se desarrollara, según parece, un elevado grado de endogamia. Es decir, que los cruzamientos se producían entre sus habitantes y haciendo bueno el dicho popular que dice: “si es prima con más fuerza se le arriba, y si es prima hermana con más ganas”.
Así que, ¡pobre de aquel vecino que viniera de otro barrio a ligar con las talayeras!....
El que fuera jefe de la Guardia Municipal, don José Ventura, más conocido por el Chola, me decía hace años, en una entrevista, que una noche se armó tal follón que los guardias tuvieron que ir a buscarle a su casa para que reforzara el servicio. “Mira”, contaba, “salí con el palo de la escoba y nada más llegar al Bajo Risco se me puso delante uno y me dijo que no era capaz de darle una trompá. Le dí una tan fuerte que lo tiré al suelo. Aún así se levantó y me dio las gracias”.
La gente siempre ha visto a La Atalaya como un lugar diferente, con sus costumbres, con su propia identidad, con su manera de ser y hasta de llamarse entre ellos a través de un largo número de nombretes que reflejan la creación anónima de un pueblo que encierra en este lenguaje su cultura tradicional. Es el barrio donde más apodos he podido localizar con respecto a otros núcleos rurales, donde ni las mismas artesanas se libran de ese “segundo apellido”: Antoñita La rubia, María la quemá. El uso de nombrete se hizo aquí más evidente quizás debido a que antiguamente era un lugar de menor población y mayor relación vecinal, pero también muestra la observación aguda de este vecindario tradicional en el que el aspecto físico, psíquico y social es utilizado como hecho diferenciador del individuo. También el resto de satauteños han definido a los vecinos de este rincón del pueblo, pues una expresión, quizá con sentido peyorativo, y que ya forma parte de la memoria popular, dice aquello de: “Talayero y burro negro, de cientos uno bueno”.
Pero del mismo modo que La Atalaya forma parte de la cultura tradicional y figura en las informaciones de la época, también ha sido objeto de admiración por parte de los extranjeros que visitan Gran Canaria, que no dudan en acercarse a contemplar el modo de vida y las bellas cuevas del lugar. Así, distintos viajeros que se acercaron a La Atalaya fueron ponderando en sus escritos sus cualidades y primeras impresiones. En efecto, podemos afirmar que ningún inquieto visitante de la isla en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del pasado dejó de visitar este barrio. Viajeros que se acercaban en carruajes desde la ciudad o desde el Hotel Santa Brígida, a través del camino del Reventón. Como Charles Edwardes que en los años ochenta de aquella centuria acudió al poblado troglodita en tartana, tirada por un escuálido caballo, de un tal Pancho, antiguo emigrante canario en La Habana, y luego guía turístico de la época.
En la actualidad, las guaguas y vehículos con turistas siguen visitando La Atalaya como una curiosidad en su recorrido hacia el centro de Gran Canaria, pero el lugar ya no es aquel poblado troglodita que tanto llamaba la atención tiempos atrás. A partir de los años cuarenta del siglo pasado la edificación era bastante intensa. Y los responsables de ese crecimiento han sido los propios talayeros que con su trabajo y con sus ganas de vivir en el mismo lugar de sus padres han hecho de su pago el de mayor población del municipio. Y todo a pesar de que las mejoras e infraestructuras fueron llegando con cierta lentitud, como consecuencia de su lejanía.
La carretera no llegó hasta 1903. El 12 de marzo de aquel año quedó inaugurado el primer ramal de la nueva carretera de tercer orden de Santa Brígida a Telde. Por tal razón, la entrada de este barrio es conocida hoy como El Ramal. Para llevar a cabo la nueva carretera fue necesaria la expropiación de terrenos y que una tubería de riego se elevara en un punto de la vía hasta constituir un bello arco que en la actualidad es un monumento hidrográfico, bautizando, además, con su nombre a una urbanización de la zona.
La Atalaya se abría, por fin, al mundo moderno. A partir de entonces, comenzaron a llegar los primeros coches con turistas, sobre todo ingleses, que viajaban en los trasatlánticos que recalaban en nuestro puerto. Desde allí hacían un recorrido por varias partes de nuestra isla que luego sería conocido como “la Vuelta al Mundo”, que incluía la visita al Pico de Bandama y un refrigerio en el bar Bentayga. Una excursión de pocas horas que salía de Las Palmas hacia Telde, subía por la Higuera Canaria, La Atalaya y El Monte, desde donde regresaban a la ciudad. Pero la mayor atracción de ese fugaz recorrido era la visita al pago alfarero de La Atalaya. En la Cruz los coches descapotables hacían un nuevo alto en el camino. Los chiquillos recibían a los turistas y los acompañaban a visitar las cuevas, para que estos vieran el trabajo de las mujeres en la fabricación de la loza, que luego se llevaban a su tierra.
Los chiquillos pedían penny penny a aquellas trajeadas personalidades, pero también era el momento para que algunos desaprensivos arrojaran piedras a los turistas que no daban propinas. Nos lo cuenta el Diario de Las Palmas, el 11 de enero de 1905:
“Son muchas las quejas que han llegado hasta nosotros de que a los extranjeros que visitan la Atalaya se les persigue pidiéndoles cuartos, y si no lo hacen no solamente los chiquillos, sino los hombres, les arrojan piedras”.
También en el desarrollo de este barrio ocupa un lugar importante la llegada del agua y la luz eléctrica a las viviendas. Con respecto al agua, antiguamente los vecinos se surtían de un chorro situado cerca del Ramal. Hasta allí las talayeras y los más jóvenes acudían a llenar las tallas y cacharros. O también se nutrían del líquido elemento de un chorro existente a la derecha del camino que conduce al Bajo Risco. Cuando de estos chorros no manaban mucha agua, pues la corriente no llegaba con fuerza, las mujeres acudían al barranco con sus tallas y latas que luego llevaban a sus casas al son del zangoloteo, que hacía que algunos llegaran a sus cuevas más mojados de lo que habían ido.
Más tarde se vendía el agua en un pozo que estaba situado en la Cruz y en un pilar junto a la cueva de Lolita Robaina. Tanto de uno como del otro se surtían los vecinos, pero que en este caso tenían que pagar por ella.
Como remedio, el Ayuntamiento aprobó un proyecto de conducción de agua de la Atalaya a Tres Cruces el 14 de marzo de 1937, en plena guerra civil, aunque no fue realizado en ese momento. Acabada la guerra, el Ayuntamiento instaló tres pilares públicos, situados el primero junto al Ramal, otro al comienzo de la bajada al Bajo Risco y un tercero junto a la entrada de la calle del Horno, aquí mismito, lo que facilitó la labor de acarreo del agua para las viviendas y la gratuidad de la misma. Fue ya, en los años sesenta, cuando empezó a llegar el agua de abasto hasta las mismas viviendas.
Sin embargo, aún era más perentoria la construcción de un depósito de agua en Las Tres Cruces, cuya carencia perjudicaba a La Atalaya y El Monte. Esta situación suscitó un acalorado debate en la corporación satauteña, en la que uno de los concejales, Antonio Naranjo Naranjo, denunció, mediante la tajante expresión, “yo no me chupo el dedo”, el trato desigual que, a su juicio, recibían los diferentes pagos del municipio, mientras La Atalaya seguía postergada porque no estaba debidamente representada en el Ayuntamiento. Una queja que, según la versión del Alcalde Carlos Ramírez Suárez, no se correspondía con la realidad, pues concretamente en el caso de las Tres Cruces, era necesario incluir el proyecto en un plan general y realizarlo con las debidas condiciones higiénicas, pues no se podía acceder a la propuesta del apasionado concejal de tomar el agua de una tubería conectada a otra de riego, sin garantías de ser potable.
Caso extremo fue también, como veremos, la llegada de la luz eléctrica a La Atalaya, uno de los barrios más pobres y, también, más populosos. El origen del alumbrado en sus calles se remonta a unas cuantas farolas que tenían dentro una luz de carburo, siendo el encargado de encenderlas el vecino Mario Placeres. Dentro de las casas y las cuevas se usaba además de la luz del carburo, velas, velones y quinqués de petróleo.
Los vecinos habían solicitado al Ayuntamiento la instalación del alumbrado en un escrito de 1939 firmado por numerosos talayeros. Seis años después volvieron a insistir, especificando que no sólo querían el alumbrado público sino también el particular. Pero tampoco tuvieron éxito, pues en 1951 enviaron otra petición para que el proyecto de red de alumbrado público incluyera también el particular, para lo cual habían reunido 18.800 pesetas.
Aunque a muchos les pareciera mentira, La Atalaya al fin contó con electricidad en sus calles y casas, aunque el servicio dejaba mucho que desear pues el alumbrado público era insuficiente y Unelco se negaba a extender el servicio a nuevos peticionarios en 1962. ¡Fue una lucha que había durado casi 30 años¡. Pero para que al barrio llegara la luz eléctrica hay que destacar la labor del vecino don Salvador Serafín, don Santiago Peñate, que tristemente mataron hace más de cuarenta años en su barbería y que da nombre a una calle cercana, y también a don Juan Bordes, el primer y adinerado residente que fue el primer vecino del pueblo que tuvo teléfono. Esta labor de electrificación fue culminada, no obstante, por el vecino Jorge Peñate, concejal del Ayuntamiento, quien incluso colaboraba económicamente con los vecinos que lo necesitaban.
Otro hito importante para la historia pequeña de este barrio grande fue la construcción de su iglesia del Santo Cristo, convertida en parroquia el 18 de marzo de 1943, mediante un decreto del Obispo de Canarias, Antonio Pildain. En esta labor destacaron Lolita Robaina, doña Andreita, Matildita, don Antonio Naranjo, don José Navarro, Manolito el de la Cruz, quienes, junto a otros vecinos y el sacerdote Isidoro Demetrio Peñate, fueron los que colocaron la primera primera.
Para colocar el resto de piedras y terminar la fábrica, se hicieron muchas verbenas, actuaciones teatrales de la juventud del pueblo, películas que se emitían en el cine parroquial a cargo de doña Andreita, amén de muchas limosnas y grandes sacrificios. Una vez terminada la fábrica de la parroquia, quedó pendiente la escalera de la entrada, por lo que, nuevamente, hubo que recaudarse dinero para comprar cantería de Arucas y proceder a su construcción. Para entonces, no pudieron extraer la materia prima de la famosa cantera de La Atalaya, pues ya ésta no estaba en explotación después de casi un siglo de gran actividad. La piedra talayera sirvió para la ampliación del Puerto de La Luz a fines del siglo XIX, para hacer una pared lateral de la Catedral, para reconstruir la parroquia incendiada de Santa Brígida y hasta para fabricar la bella fachada del viejo Ayuntamiento en torno a 1955, además otras casas y bodegas de la zona. En aquella cantera trabajaron muchos reconocidos artesanos y pedreros de La Atalaya.
Antes de tener su parroquia, los talayeros tuvieron varios oratorios privados, de los que sólo se conserva la ermita de Nuestra Señora de La Concepción y de San Francisco de Paula. Esta ermita se construyó a partir de 1733 (la de Las Goteras es también de esa época) para poder celebrar en ella misas y novenarios. Su primer capellán fue don Luis de Vega, sobrino del fundador el licenciado don Luis Fernández de Vega, hijo legítimo de don Diego Navarro del Castillo e Isabel de Vega.
Al poco de construirse, la ermita de La Concepción se convirtió en el cementerio provisional del municipio, pues en 1751 comienza a enterrarse allí los difuntos de la villa “por falta de sepulturas” entonces en la parroquia de Santa Brígida. Como saben, hasta que el pueblo no contó con cementerio propio, los muertos se enterraban en la iglesia.
Estos entierros en la ermita de La Concepción volvieron a repetirse un siglo después. A la altura de 1846, apenas cinco años antes de la epidemia del cólera, en la parroquia no cabía un alma más. Entonces se desarrolló una acalorada discusión entre el párroco y el alcalde, con bofetones de por medio. El cura se negaba a enterrar más difuntos en la parroquia, pero al mismo tiempo no venía hasta La Atalaya a dar las debidas bendiciones al camposanto de La Concepción, por lo que el cadáver de una tal Luisa Navarro permaneció insepulto cinco días, sin que nadie se hiciera cargo de la fallecida.
Hoy día, siete lápidas del cólera de 1851 siguen ahí ordenadas cuidadosamente frente a la portada de la ermita de La Concepción. Ahí han permanecido ante el paso del tiempo como testimonio imperturbable de una época olvidada, caracterizara por las duras condiciones de vida, a la que no fue ajena ni la pobreza, ni el hambre ni las epidemias. Pero ninguna de esas tumbas se corresponde a “siete mujeres de una misma familia apellida Farnesio”, como ha llegado a publicarse. Mentira pecaminosa. Corresponden como he podido averiguar en los archivos parroquiales a las siguientes personas: María de los Dolores Vázquez Ruiz, de 53 años y esposa de don Fernando Cambreleng, escribano de la Real Audiencia de Canarias; Esteban Cambreleng, de 30 años, secretario de la Junta de Sanidad de Las Palmas e hijo de la anterior; Francisco Pérez Robaina, de 11 años; Francisco Suárez, de 40 años; José Díaz, de 30 años y José Troya Ramírez, de 29 años. Otros 14 vecinos fallecieron de cólera en La Atalaya, por lo que no se descarta que algunos también fueran allí sepultados, pero no constan este detalle en sus partidas de defunción hechas a toda prisa por el colector de la Vega, pues el párroco Miguel de Talavera falleció contagiado por la epidemia cuando trataba de llevar el sacramento a varios enfermos.
El impacto visual de esas tumbas hace olvidar la función socializadora de la pequeña fundación privada que, como única iglesia de la zona, contribuyó durante más de 200 años al encuentro de los talayeros. Pues, hasta 1943 el barrio no contó con una parroquia, diciéndose misa regularmente en la escuela, pero para bautizos, bodas, etc, que no se efectuaban en la parroquia de Santa Brígida, se recurría a esta ermita.
Asimismo, hasta hace algunas décadas el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción, hubo siempre misa solemne en la ermita, y la correspondiente procesión de las imágenes de sus titulares. También hace muy pocos años era costumbre el día 28 de junio, día antes de la festividad de San pedro, patrono de La Atalaya, bajar en procesión al barrio las imágenes de la virgen y San Francisco hasta la escuela. El día después, salían otra vez las imágenes, con los sones de la Banda de Música, asistiendo a este acto las autoridades municipales, los niños de las escuelas y los vecinos del barrio.
Hoy la ermita está cerrada a cal y canto, a pesar de ser el único monumento Histórico Artístico del pueblo desde 1979. Sin más misterios, ni más incienso, ni más mística. El antiguo e importante centro alfarero La Atalaya, el barrio más poblado de Santa Brígida, merece hoy de mayor atención y estímulo. Aunque fuese necesaria dar “otra vuelta al mundo”, es hora de que La Atalaya cuente ya con un plan de protección de su casco histórico y del rico patrimonio de sus múltiples e interesantes cuevas, reconstruyendo sus bancales y muros de piedras, a fin de mantener la personalidad peculiar de este barrio alfarero, que constituye un exponente ancestral muy cotizado para el turismo que nos visita.
Es tiempo de un proyecto de embellecimiento que mejoren desde los chorros aún existentes hasta sus intrincados paseos en los que de vez en cuando no estaría mal que aparecieran más flores y más macetas de barro. Y es tiempo de un proyecto cromático cuyo colores más destacados sean el blanco y el almagre porque en la Ollería se encuentra la esencia de un pueblo que es la suma de arte sano; que ha sido la fusión aún visible de la cultura del barro, de la mezcla de las razas aborigen y castellana, del viento enfadado, y de extranjeros que vinieron a traer sus pennys mientras paseaban por sus callejuelas que se pierden en el barranco, por donde ha visto pasar la vida.

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