Saturday, January 19, 2008

CAPITULO 4

La noticia nos llegó de sorpresa y, al principio, no le dimos mucho crédito. Es cierto que, en las jornadas posteriores a las elecciones, la sede vivió un ambiente de rostros serios y cariacontecidos en el que se realizaban frecuentes reuniones de urgencia. Pero ese clima lo achacábamos a la pérdida de nuestro único escaño en el Congreso de los Diputados y a la fulgurante victoria electoral socialista. Nos equivocamos. En la jefatura provincial de Valencia, nos comunicaron la triste decisión y dejaron una puerta abierta a la esperanza:
-Aunque es cierto que Blas ha disuelto el partido, seguramente se tratará de una maniobra para crear otro con más apoyos dentro de un tiempo -dijeron los entendidos.
En los días siguientes, realizamos multitud de asambleas, y las juventudes en pleno tomamos una firme decisión: continuaríamos acudiendo a la sede y trabajando como si nada hubiera pasado.
En el fondo, y por mucho que lo analizábamos, no acabábamos de entender las razones que expuso nuestro líder, y su lapidaria frase: <>, la considerábamos una solemne chorrada. ¿Acaso desconocía que siempre habíamos luchado en solitario contra el resto de partidos del sistema? ¿Y los jóvenes, qué? ¿Es que el sacrificio de todos aquellos que habían sido encarcelados o asesinados por sus ideas no valía nada? Pero es más… ¿No éramos tan antidemócratas? ¿Cómo podía ser posible que la excusa para disolvernos fuera la de no haber conseguido suficientes votos? ¡Pero si nosotros pasábamos de la puta democracia y de las putas urnas! ¡Si siempre nos habían asegurado que nuestra victoria iba a ser por cojones…! ¡Que las masas sólo eran rebaños de borregos! ¡Joder! ¡Si lo decían cientos de veces en las reuniones doctrinales…! ¿Ya lo habían olvidado? ¿O, sencillamente, nos habían estado tomando el pelo como tontos sobre la base de nuestro sacrificio, y todos eran más de lo mismo?
Un cúmulo de dudas nos asaltaron en esas primeras semanas, pero la mayoría decidimos seguir adelante. ¡Siempre inasequibles al desaliento! Pero no era tarea fácil, todo eran trabas e inconvenientes por parte de los antiguos dirigentes de la organización. Nuestra postura de lealtad fue considerada como una traición por parte de algunos compañeros leales a Piñar. Al cabo de unos meses, nos dimos cuenta de que, a las juventudes, sí que nos habían dejado solas; de nada valían los sacrificios pasados, los cientos de riesgos innecesarios a los que nos vimos sometidos por aquellos que, a la menor dificultad, nos dejaban tirados y a la buena de Dios. ¡Cuántos militantes de Fuerza Nueva fueron abandonados a su suerte después de tener problemas con la justicia por cumplir las órdenes del mandamás del partido! ¡Cuántas bobadas tuvimos que aguantar a diario, como, por ejemplo, contemplar la expulsión de compañeros por el simple hecho de haberse casado por lo civil! ¡Cuántos bulos ofensivos propagaron los jerarcas contra aquellos que abandonaron Fuerza por cansancio… después de sacrificar toda su juventud! Y a pesar de todo y de todos, siempre habíamos acatado, ciegamente, las órdenes de nuestro líder. ¡Y total, para acabar así!
Esos días fueron muchas las lágrimas de impotencia derramadas al ver lo injustamente que nos trataban aquellos por quienes nos entregamos en cuerpo y alma. Algunos decidimos seguir trabajando en solitario, pero en escasos meses, nos juntábamos escuadras donde antes formaban centurias.
No fuimos la única organización política de nuestro entorno que sufrió importantes transformaciones durante esos meses. En Falange Española de las JONS, acababa de iniciarse una revolución interna que, al grito de: <<¡Falange para los jóvenes!>>, logró expulsar a todos los dirigentes que habían colaborado incondicionalmente con el anterior régimen. Entre los destituidos se encontraban Pilar Primo de Rivera y Raimundo Fernández Cuesta, antiguo jefe nacional del partido. Su cargo fue ocupado por Diego Márquez Horrillo, un falangista seguidor de Manuel Hedilla, histórico jefe de Falange a la muerte de José Antonio y cuya frontal oposición a Franco le supuso, en los años cuarenta, una condena a muerte conmutada posteriormente por la de prisión.
Por otro lado, el Frente de la Juventud hacía aguas debido a la peligrosa línea política seguida por sus miembros, que provocó el procesamiento por parte de la Audiencia Nacional, de muchos de sus militantes acusados de graves delitos terroristas.
De las distintas facciones falangistas… mejor ni hablar. Todas ellas se encontraban sumidas en un fulgurante proceso de descomposición iniciado tras la muerte de Franco, que menguaba constantemente sus maltrechas filas.
Las organizaciones nazis no salieron mejor paradas. El PENS desapareció y tan solo Cedade, con su docena de militantes habituales, permanecía inalterable.
En ese clima de profundas crisis y divisiones internas, únicamente el simbólico sindicato CONS se mantuvo más o menos igual y pasó de ser cola de elefante a cabeza de ratón. José Luis Roberto empezó a tener sueños de grandeza.
Mientras tanto, la inmensa mayoría de militantes de Fuerza Nueva, aquellos que meses antes llenaban plazas de toros e inmensos cines, volvieron a sus casas con el rabo entre las piernas; algunos de éstos, no más de media docena, ingresaron en Falange, y una veintena de los mejores miembros de Fuerza, formaron una asociación nueva, Juventud Nacional. Ésta, en sus pocos años de existencia, buscó defender los ideales en los que siempre creyeron, pero renunciaron por completo a Blas Piñar, a quién veían como un traidor y un vendido.
Personalmente, durante esos difíciles meses, no me integré en ningún sitio, aunque a raíz de mi relación con una chica de Falange comencé a acercarme a ese partido que no me acababa de ofrecer demasiada confianza por su postura tan antifranquista. En mi interior, comenzó a gestarse un cambio radical, marcado por mi frustración traducida en odio, y empecé a fraguar, con algunos antiguos compañeros de Fuerza Joven, la posibilidad de crear una organización armada capaz, si no de llevar la lucha a las calles, al menos de dirigir nuestra ira contra los adversarios políticos. Fuerza Nueva había muerto, pero algunos de sus militantes decidimos firmar el acta de defunción a nuestra manera.
Cuatro jóvenes comenzarnos a reunirnos a diario y decidimos formar un comando de acción directa. ¡Se iban a enterar! Cada uno aportó su peculiar grano de arena: el mío consistía en los conocimientos que había adquirido con los años para fabricar artefactos explosivos e incendiarios, todo ello unido a la férrea convicción de que sólo nos quedaba esa drástica solución.
Durante más de seis meses, provocamos varios incendios en sedes políticas, librerías catalanistas y alguna que otra oficina de organismos públicos, como Correos. Igualmente, prendimos fuego a varios vehículos de militantes izquierdistas o separatistas, y cuando los franceses iniciaron el destrozo de camiones españoles, respondimos destrozando coches con matrícula gabacha. Una noche, quemamos un Peugeot con placas parisinas que resultó pertenecer a un teniente coronel del ejército español, simpatizante de Fuerza Nueva; el revuelo que se organizó hizo que desistiéramos de arrasar turismos sin antes cerciorarnos de la identidad del propietario.
A los meses de iniciar estas salvajes acciones, decidimos autodisolvernos debido al acoso policial que padecíamos y a la detención de algunos compañeros, acusados erróneamente de nuestros actos. Del cuarteto, únicamente yo seguí en política, aunque sin militar en ningún sitio.
La facción que creamos firmaba los atentados con las siglas NFN. Causamos a la policía más de un quebradero de cabeza y conseguimos eludirla con éxito. Unos años después, ya prescritos esos delitos, me encontré casualmente con el inspector Montero de la tercera brigada de información, que era la que se encargaba de controlar a los grupos de extrema derecha. Mientras recordábamos viejos tiempos, este policía me preguntó si conocía a los responsables de aquellas acciones, pues siempre había tenido curiosidad por conocer el significado de esas siglas. No respondí y eludí la conversación, pero era evidente que en esa época quisimos tener la última palabra y nuestro grupo sólo podía llamarse como pretendimos: Nueva Fuerza Nueva, la organización con la que quisimos pusiera un punto final digno en contraste con el patético ocaso político que padecimos.
Hacia finales del 82, mi novia me invitó a una fiesta que se iba a realizar en la sede de Falange y, de paso, me animó a afiliarme a ese partido. Ya conocía de antes a varios miembros, y no para bien precisamente. Mi antigua militancia en la organización de Piñar pesaba como una losa ante esta gente que sentía una repugnancia infinita hacia todos los <> en general y hacia mí, por haberles birlado a una chica, en particular. No obstante, decidí exponerme y acudir con ella a esa velada que no olvidaré jamás.
Fue un sábado, ya tarde, cuando atravesé el umbral que me aventuró en su recinto. Entré cogido del brazo de mi pareja, una preciosa joven de largo pelo azabache; ella supo encontrar rápida ubicación para los dos en una mesa situada al fondo de la sala de reuniones. El lugar era un piso antiguo, pobremente decorado y mucho menor que la sede a la que estaba acostumbrado; una enorme figura que representaba el yugo y las flechas destacaba sobre la desnuda pared. Pero lo que llamó mi atención fue la profusión de jóvenes, unos doscientos; aun a pesar de contar con menos afiliados que Fuerza. Podría decirse que las juventudes falangistas estaban más implicadas políticamente que muchos de mis antiguos compañeros; además, participaban con ilusión en todas las actividades que desarrollaban, a diferencia de la mayoría de la gente a la que yo estaba acostumbrado. Me sorprendió que entre ellos se trataran de forma habitual con la palabra <>, que sonaba un poco a ruso. Ese término lo había escuchado en alguna ocasión durante mi permanencia en Fuerza Joven, aunque generalmente se empleaba en tono de mofa o de manera esporádica por algunas personas y en ciertas ocasiones. Cuando tomé contacto con los de Falange, lo escuché usar de forma coloquial y continua. Con el tiempo acabaría por acostumbrarme.
Mi llegada a su local, que era el término que usaban para referirse a la sede, no pasó desapercibida. Todos sabían de qué pie cojeaba y, al principio, me tocó recibir sus furiosas miradas. Conforme las horas fueron transcurriendo y el alcohol empezó a correr por sus cuerpos, se calentó el ambiente y comenzaron las canciones alusivas. Recuerdo que se juntaron frente a mí y empezaron a entonar a mala leche una letrilla que decía:

En el nombre de España y su pueblo
Hace años un joven surgió
Le siguió todo aquel que quería
La Justicia y el ser español.
La derecha teniendo aquella fuerza
A José Antonio no quiso salvar.
Nos robaron nuestras flechas y emblemas
Para al pueblo español engañar.
Y qué quede bien clara una cosa
Si atento estuviste a mi canción.
¡No es lo mismo Falange Española
Que el Movimiento franquista traidor!

Comencé a sentirme muy incómodo, sabía que los <> analizaban minuciosamente cada gesto mío buscando una excusa para arrearme un palizón… ¡Y esta vez estaba sólo! Decidí aguantar estoicamente. Mientras tanto, mi novia se acercó a su gente y les pidió que, por respeto hacia ella, me dejaran en paz; un buen número le hizo caso, pero un pequeño grupo encabezados por uno al que apodaban Martínez el Facha, en alusión al famoso personaje de El Jueves, continuaron encabronándome con la siguiente rima:

¡Viva Franc…! ¡Viva Franc…! ¡¡Viva Frankenstein!!
¡Muera Franco! ¡Muera Blas! ¡¡Muera el Opus Dei!!

La provocación seguía imparable y, viendo que empezaba a ponerme nervioso, quisieron romper la cuerda dedicándome otros versos con la siniestra intención de que saltara todo por los aires y se armara la marimorena. Se trataba de una melodía con una letra que me impresionó, decía así:

Suelo árida de patria corrompida…
¡Surgen los jóvenes que vuelven a luchar…!
Contra el burgués y el patrón capitalista…
¡Contra el marxismo internacional!
Contra traidores y vendidos… ¡Contra ellos!
Contra el que ultraja la camisa azul mahón…
Contra niñatos que se dicen falangistas…
¡Contra <> y fascistas de ocasión!
Si ellos peinan sus cabellos… ¡Yo devuelvo!
Nuestros perfumes son la sangre y el sudor…
Nuestras canciones son los gritos de los muertos…
Y nuestra novia la Falange de las JONS.

Al finalizar esta coplilla, se encararon conmigo y comenzaron abiertamente los insultos: <<¡Pitufo de mierda… vete de aquí!>>. Me levanté de golpe con los ojos inyectados en sangre dispuesto a vender caro mi pellejo, pero varios camaradas de los anteriores acudieron a poner orden en ese tremendo barullo. Mi novia me agarró del brazo y tiró de mí hacia la puerta, mi paciencia tenía un límite, y el mío se había acabado. Mientras bajaba las escaleras me llegó las rimas de otra copla:

¿Dónde estaba don Blas en el cuarenta y uno…?
¡Que quiso ser notario y no divisionario…!
Rumba… la rumba… la rumba… ¡La rumba del cañón!

Comencé a ganar metros y me alejé del lugar, pensé que esta mala experiencia ya había finalizado… pero ignoraba que quedaba la segunda parte.
Unos días después, acudí con mi novia a una nueva zona de copas que había en Valencia; estaba situada en una céntrica plaza llamada Cánovas, donde, en pocos meses, una multitud de locales habían abierto sus puertas. Decidimos entrar en uno que parecía recogido e íntimo, pero quiso la mala suerte que, a los pocos minutos de estar allí, entraran varios de los falangistas con quienes tuve el altercado en su sede. Cuando nos vieron, se acercaron a provocarme, pero no estaba el horno para bollos y decidí poner fin a esa historia. Me encaré con el cabecilla y le pedí que saliera del local para solucionar, de una vez por todas, la disputa.
-Tú y yo sólos -le dije-. ¿O no tenéis huevos los de Falange?
El rival accedió y salimos a la acera. Sin previo aviso, me lanzó un puñetazo a la cara que vi venir y esquivé a la vez que le soltaba un sonoro bofetón con la mano abierta, que alcanzó de plano su oreja y le hizo perder el equilibrio. Cayó como una tortuga junto a un árbol; no se lo esperaba y, con los ojos abiertos de par en par, me miró desde el suelo con una expresión idiota, cómo diciendo: <<¿Pero qué coño ha pasado?>>. Me volví lentamente y dije al resto:
-¡Ha sido una pelea justa! ¡No quiero problemas con vosotros! ¡Quiero ser vuestro amigo! ¡Por mi parte el asunto está olvidado!
De esa forma tan absurda inicié mi relación en Falange, exactamente igual qué como empecé en Fuerza Nueva, ¡a guantazos!
Pocos meses más tarde, esta organización celebró un acto público en un conocido cine de la Gran Vía, y decidí acudir. Jamás había estado en uno de sus discursos y los suponía del estilo a los que estaba acostumbrado. Me equivoqué de nuevo. De entrada estaba familiarizado con mítines donde acudían miles y miles de personas. No era el caso de la Falange; como mucho, habría dos mil personas, y eso, mirándolo con buenos ojos… pero se los notaba distintos. La gente no llevaba abrigos de piel ni joyas y, eso sí, muchos eran trabajadores y estudiantes. Los jóvenes vestían la camisa azul, limpia de insignias y de medallitas, tan sólo el yugo y las flechas bordado en rojo sobre la tela. No cubrían sus cabezas con boinas coloradas, en algunos casos, la usaban negras; las mangas de sus camisas estaban uniformemente arremangadas por encima de los codos <>, según dijera José Antonio. Durante todo el discurso, ni una sola mención a Franco, pero muchas a la unidad de España, la justicia social y… ¿el derecho a la huelga? ¡Anda, eso era nuevo! Los gritos al final, muy escuetos: ¡José Antonio Primo de Rivera!, ¡presente! y ¡arriba España!
Salí de ese acto extrañado y confuso, pero en mi interior sentía una emoción que jamás antes había conocido… algo muy especial. La semana siguiente, me afilié, aunque no estaba muy seguro del porqué.
Por esas fechas, a mediados del 83, recibí una carta en mi casa firmada por un antiguo jefe de Fuerza Nueva donde invitaba a todos los ex-militantes de la organización a acudir a una reunión que tendría lugar en un piso cercano a la plaza de toros. Sentí curiosidad y pensé acudir, quizá tan sólo me movían las ganas de volver a ver a antiguos compañeros. La verdad no la sabía, pero allí me planté el día y la hora indicados en la misiva. Esperaba que fuera un encuentro multitudinario al que acudirían cientos de ex-afiliados emocionados al sentir la llamada de nuestros antiguos mandos, pero tan sólo una decena de personas fuimos a la cita. En menos de un año, se había pasado de una afluencia masiva y apasionada a un pasotismo atroz; los tradicionales seguidores no estaban dispuestos a perdonar tan fácilmente la espantada política que protagonizó Blas Piñar y que nos dejó con el culo al aire.
Aún con bastantes reticencias y sin el menor atisbo de emoción, decidí escuchar por mí mismo lo que pensaban referirnos. Inició la charla un ex miembro de la organización que dijo que Blas se había dado cuenta del error cometido y estaba dispuesto a volver al panorama político con un nuevo partido más fuerte que el anterior. En principio, se habían constituido unas asociaciones culturales por toda España que, con distintas denominaciones, pensaban aglutinar lo que sería el embrión de la futura formación que contaba con importantes apoyos. Sólo faltaba nuestro firme compromiso de participar seriamente en este proyecto. Indiqué mi imposibilidad, puesto que acababa de afiliarme a Falange; pero, aunque les extrañó que estuviera en un partido tan rojo, no pusieron obstáculo alguno en que permaneciera en él, ya que lo que proponían era afiliarnos a una asociación independiente sin vinculación política con ningún grupo. Decidí pensármelo con calma y contestar en unos días. Al final y después de tratar este asunto con varios compañeros, resolvimos apuntarnos para ver cómo acababa todo. La asociación se llamaba Unión Hispana, y las juventudes estarían comandadas por dos conocidos militantes de Fuerza.
En Falange, comenté mi decisión y, aunque no les hizo mucha gracia, no se opusieron a ella.
-Te van a volver a tomar el pelo… quien la hace una, la hace dos… -insistían.
Pensé que el tiempo quitaría o daría la razón a quien la tuviera. Pasaron los meses y la asociación empezó a funcionar, aunque ni por asomo llegó a arrastrar la gente de antes. Las juventudes, debido al crecimiento experimentado, decidimos crear una entidad propia y así lo hicimos formando el Frente de Acción Español (FAE).
A finales del 83, contábamos con más de un centenar de jóvenes, y a mí me hicieron jefe de línea. Fueron unos meses de doble militancia, porque aunque permanecía en los dos sitios, donde realmente me sentía mucho mejor era con la gente de Falange, quienes me dejaban ir a la mía teniéndome como un caso aparte.
Volví a acudir a mítines de Piñar, aunque no sentía sus palabras de igual forma. Un día realizó un acto en un cine de Valencia por el que cobró entrada. En su discurso dijo: <>. Estimé que esa actitud no haría más que apartarlo de la gente y crear un grupo reducido y sin capacidad de renovación; el tiempo demostró que no erré en mis apreciaciones. Tampoco entendí lógico que en sus palabras culpara del fracaso de estas asociaciones a los antiguos afiliados, al fin y al cabo fue él quién nos abandonó a la mínima adversidad. Algunos jóvenes empezamos a distanciarnos, aunque no presentamos la baja, porque en el fondo estábamos a gusto con los compañeros, incluso con los de mayor edad.
Una tarde, me encontraba en la sede de Unión Hispana cuando sonó el timbre de la puerta; oí que abrían, y alguien preguntó por mí. Me extrañó, no conocía esa voz, pero salí al recibidor y contemplé a un viejo conocido con el que casi no había llegado a tratar. Era Carlos, el miembro de Cedade con el que coincidí cuando retiraron la estatua de Franco un año antes.
Al verme, se acercó y me dio un fraternal abrazo dejándome boquiabierto, ya que, hasta la fecha, tan sólo habíamos intercambiado un par de palabras y, de eso, hacía mucho tiempo. Dijo que quería hablar conmigo en privado, y salimos a tomar un refresco a un bar cercano. Una pregunta rondaba mi cerebro: <<¿Qué demonios querría un conocido nazi de mí?>>. En unos minutos, esperaba conocer la respuesta.
Si alguna vez me indicaran que describiera un estereotipo físico de nacionalsocialista, me basaría en Carlos. Tenía unos veinte años, complexión atlética, alto, ojos azules y pelo rubio peinado hacia un lado, al típico estilo hitleriano. Siempre lo vi vestir similar: camisa clara y pantalón de tela gris. El chaval parecía simpático y abierto, pronto comprobaría si estaba equivocado en mi intuición.
Tomamos asiento en un rincón y le pregunté por el motivo de su visita.
-Verás… -dijo-. Te recordaba de cuando el asunto de la estatua y pensé en proponerte algo importante.
-Tú dirás…
-Te anticipo que antes de decidirme a venir a hablar contigo, comenté el asunto que voy a proponerte con miembros de Cedade… pero no estaban muy por la labor…
-¿De qué se trata? -pregunté extrañado.
-¿Estarías dispuesto en asaltar conmigo una sede comunista para llevarnos documentación y fichas de filiación? -soltó de golpe.
Me extrañó lo directo de su pregunta, máxime cuando casi no habíamos tratado con anterioridad. Si algún desconocido me hubiese propuesto algo similar, lo habría despachado sin muchos miramientos… la policía solía tendernos trampas con jugadas similares, pero aunque ignoraba el motivo, me fiaba de él.
-¿Y por qué me has buscado precisamente a mí? -inquirí.
-Me fijé en ti cuando lo del follón de la estatua, te vi una persona decidida y activa… luego, cuando pensé en alguien para este asunto, te recordé y pensé en proponértelo. De todas formas, Andrés me comentó que eras de fiar…
-¿Y de qué va el asunto exactamente?
-¡Entonces te interesa el tema!
-Pues sí… supongo que sí -dije sin demasiada convicción.
-Vale, voy a ponerte al día… pero de lo que hablemos ni una palabra a nadie…
-¡Hombre…! ¡Que no estás tratando con un crío!
-Verás… te explico. En una calle cercana al ayuntamiento, está situada la sede del Partido Comunista Marxista Leninista… sabes quienes son… ¿no?
Asentí con la cabeza, los miembros de ese grupo de ultraizquierda eran viejos conocidos…
-Pues bien… -prosiguió Carlos-, esta gentuza ha preparado, para dentro de unas semanas, una manifestación en la plaza de la Reina para protestar por no sé qué chorrada. Aprovechando que ellos estarán reunidos durante un par de horas en la calle, entraremos en su sede y cogeremos toda la documentación que veamos… ¿Te hace el plan?
-Tengo tres dudas… -indiqué.
-Soy todo oídos…
-La primera es cómo piensas entrar en ese sitio.
-Eso es lo más fácil… -interrumpió-. El mundo es un pañuelo, y da la casualidad de que el piso que utilizan de sede pertenece a mi abuela, y la buena mujer se lo alquiló hace unos meses y… ¡Voilá!
Al pronunciar esta palabra, sacó de su bolsillo un oxidado manojo de llaves que colocó sobre la mesa.
-¿Son de donde me imagino? -interrogué.
-Sí, son las llaves de la sede comunista. Cuando supe que mi abuela les había arrendado el piso, supuse que guardaría unas copias, las busqué y aquí están. La semana pasada, comprobé que abrieran bien la puerta -explicó.
Asentí con la cabeza y observé, hipnotizado, el manojo de llaves. ¡Joder! ¡Era perfecto!
-Vale, esta parte está clarísima. La segunda duda que tengo es la siguiente: si es todo tan fácil, ¿por qué no colaboran contigo tus compañeros de Cedade?
-Existen dos motivos: el primero es que en Cedade pasan de movidas… prefieren seguir en plan pacífico y evitar los líos, y la segunda razón es que nuestra sede está en la misma calle que la de ellos y, si nos ven, no les costaría mucho trabajo localizarnos, de hecho, ya hemos tenido algún que otro encontronazo.
-Entendido -exclamé-. La última pega que encuentro es la siguiente. Desde el lugar donde van a manifestarse a su sede hay menos de trescientos metros, ¿y si se les ocurre volver antes de hora…?
-Es difícil que eso ocurra -dijo Carlos-. Pero hay que estar preparados para esa posible eventualidad, deberemos llevar <> por si las moscas. Supongo que tú tienes alguna.
-Sí -confirmé-. Tengo una del 6,35.
-Es un calibre pequeño. Te hará falta una del nueve largo, o quizá, del nueve parabellum -explicó preocupadamente el nazi-. ¡No pasa nada, tengo la solución perfecta! Poseo dos trastos, puedo darte un <> del nueve largo. Es una pistola un poco antigua, pero buena y funciona perfectamente. ¡Mañana la traigo y te la quedas! ¿De acuerdo…?
Parecía una buena idea. Además, conocía de vista ese tipo de pistola y, aunque la más moderna era de tiempos de la guerra civil, en todo caso resultaría mejor que la mía. A esta clase de arma la denominaban <> por la forma inconfundible de su cañón cilíndrico semejante a un gran cigarro, algunos la denominaban <>, aunque ignoro el motivo.
-Bueno, el tema parece claro y, por mi parte, estoy conforme. Supongo que tendrás un plan más detallado. ¿no?
Permanecimos charlando amistosamente durante varias horas. Hasta ese instante, jamás había conocido de cerca a un nazi. Solía verlos en ocasiones junto a las mesas de propaganda que instalaban en la calle a escasa distancia de las nuestras, pero no existía relación entre las diferentes organizaciones, es más, nos caían fatal. Por otra parte, había visto las películas y documentales que emitían por la tele, y la impresión que esta gente me producía no podía ser peor. Quizá por eso intuí que sería interesante hablar con él, podía tratarse de la ocasión perfecta para que me despejara ciertas dudas y me explicara sus motivos de militancia en dicho grupo.
-Una pregunta, Carlos… ¿cómo se te ocurrió meterte en Cedade?
-Verás… -explicó-. Mi abuelo era alemán y se estableció en España después de acabada la segunda guerra mundial, aquí se casó con una española y nació mi padre. Él me explicó cosas que no aparecen en los libros de historia. Hace unos años, decidí afiliarme a Cedade; acudí a su sede, donde me dieron una charla y una relación de libros que tenía que leer antes de formalizar mi ficha. Me dijeron que cuando leyera ese montón de textos, si me quedaban ganas, volviera a su sede y hablarían conmigo. Así lo hice y, al cabo de un par de meses, regresé, me metieron en un despacho y comenzaron a interrogarme sobre mis ideas políticas hasta que quedaron satisfechos, entonces me afiliaron. Se informaron de toda mi vida y comprobaron que era quien decía y mi abuelo también…
-¿Tanto rollo para afiliarte? ¡Joder! ¡Seréis cuatro gatos!
-En Cedade no buscamos cantidad, sino calidad, y cualquier militante nuestro sabe más de política que cien de los tuyos. Además, tomamos precauciones para evitar filtraciones del Mossad.
-¡Menuda película tenéis montada! ¡Y qué pinta el Mossad en todo esto! Si sois tan poca gente, no creo que supongáis un riesgo para ellos.
-Ahí te equivocas. Cedade es una de las mayores distribuidoras de libros con temario nacionalsocialista en el mundo y la más importante en Europa. Por ejemplo, en Alemania, todo lo que tenga que ver con el mundo nazi está prohibido por ley, nosotros les proporcionamos mucho material.
-¿Hace falta tener ascendientes nazis para afiliarte?
-¡Qué va! ¡Ni mucho menos! Lo imprescindible es que un par de militantes conocidos den la cara por ti.
-¿Y quién es vuestro jefe?
-Tenemos varios líderes, como Pedro Varela, Christian Ruiz o Ramón Bau. Son gente que no se deja influir por los medios y lucha contra este sistema basura en poder de la oligarquía sionista. ¿Has leído los Protocolos? -preguntó.
-¿Los Protocolos? ¿Qué es eso?
-Ya te los dejaré. Los Protocolos de los Sabios de Sión es un libro que no existe. Si vas a cualquier librería y lo pides, te dirán que no saben lo que es… pero nosotros lo tenemos. Yo te dejaré una copia para que lo veas y despiertes.
-¿Y de qué va el libro ese? ¿Es nazi?
-No. ¡Qué va! Se trata de las actas de una logia masónica sionista, donde explican el plan para dominar política y económicamente el mundo; relata los pasos necesarios para alcanzar el poder mundial mediante la implantación de gobiernos títere supeditados a los intereses de Israel. Buscan lavar los cerebros de las masas, mediante el control de los medios de comunicación y el poder económico a través de la Banca sionista… Es una conspiración que está en marcha desde hace siglos. Para ellos somos <>, una especie de subhumanos cuya única finalidad es servirles como esclavos. Eso no lo digo yo, lo dice el Talmud hebreo.
Me quedé con la boca abierta escuchando las disertaciones de Carlos, y la verdad es que cuanto decía me sonaba bastante a película <>. No di mucho crédito a sus palabras, tenía claro que el poder judío era muy importante. ¡Pero de eso a tanta confabulación mundial!
-Bueno, Carlos, suponiendo que sea cierto lo que cuentas, ¿reconocerás, al menos, que los nazis se pasaron muchísimo con el genocidio judío?
-¡Es que esa historia es una mentira! -interrumpió-. ¡Jamás existió el Holocausto! Esa historia se la inventaron los judíos para convertirse en víctimas… es lo que siempre han hecho, manipular la historia para aparecer como los buenos.
-Carlos… ¡Que hay fotos… vídeos… testigos y de todo…!
-¿Sabes a quién le encargaron realizar los reportajes de los falsos campos de exterminio nazis? -interrumpió.
-¿A quién?
-A Alfred Hitchock. Él mismo reconoció que todo se trató de una película encargada y pagada por los judíos.
Me quedé sin palabras, pero sin terminar de creerme lo que contaba. Está claro que los que ganan las guerras escriben la historia… pero de ahí a que los nazis fueran angelitos existía un abismo inmenso. Carlos prosiguió la conversación:
-Vivimos en un mundo totalmente dominado por los sionistas. Las empresas multinacionales, desde la Philips hasta la Coca-Cola, son de capital judío. Tú mismo en estos momentos vistes un pantalón Levi´s, antes bebiste una Fanta, en tu muñeca llevas un reloj Casio y fumas Camel… ¡Todas son marcas de Sión! El 95% del capital mundial está en manos de banqueros judíos, eso es una realidad incuestionable. En los años treinta, el Führer se percató de esta situación, y nosotros tenemos la misión de abrir los ojos al mundo… aunque es difícil.
-¿Has dicho que la marca Casio es judía…? ¿Pero no es japonesa?
-Es sionista… -confirmó-. Ya te lo explicaré con detenimiento en otro momento.
-¿Y sobre el tema de la raza aria, la supremacía racial y todo eso, qué hay de cierto? -le pregunté intrigado.
-¿Cómo que qué hay de cierto? ¡Todo es cierto! Existen diversas razas en el mundo: la aria, la asiática, la negroide… Nosotros, los europeos, somos arios, que es lo mismo que decir blancos, y tenemos que velar por la pureza de la raza, al igual que los negroides velan por la suya…
-¡Joder, Carlos…! Eso de negroides suena fatal.
-No lo digo como insulto, sencillamente, es una realidad. Tampoco digo que por ser blanco sea más que un negro. Evidentemente, en Europa sí que soy más… pero lo que en definitiva buscamos es la pureza racial tanto blanca como negra, huyendo del mestizaje. ¿A ver si sabes de quién es este dicho?: <>.
-No sé… ¿De Hitler?
-¡Que va…! -dijo Carlos riéndose-. Es un proverbio Zulú… Verás, la historia la escriben los que ganan las guerras, y la nuestra la han escrito los judíos. Para tu información, no existe un solo texto o discurso del Führer donde hable de la supremacía aria, eso es un invento sionista…
-¿Y eso de que para ser de las SS había que ser rubio y ojos azules? -inquirí.
-Eso fue una historia de Himmler, lugarteniente del Führer y jefe supremo de las SS. Himmler era homosexual y elegía a sus tropas conforme a sus gustos personales. ¿Acaso el Führer era rubio y de ojos azules? -preguntó.
-Pues creo que no -afirmé.
-Son mentiras que os cuentan los que piensan que, a fuerza de repetir, se acabarán convirtiendo en verdades. Pero una mentira siempre es una mentira.
-Hay quienes dicen que queréis acabar con los tullidos y retrasados. ¿Eso es cierto o es otra mentira? -solté de pronto.
-Depende… Por ejemplo, si una persona está tullida puede ser útil para algunos trabajos, aunque eso siempre dependerá en definitiva del grado de su enfermedad. Los retrasados mentales son un caso aparte, son personas incompletas que sólo sirven para producir gastos y que, si no existieran estos avances médicos modernos, habrían muerto al poco de nacer. Mantenerlos con vida no es sólo un gasto inútil, es, además, un acto contra natura. ¿Has oído hablar de la selección natural? -inquirió.
-Sí, claro que sé lo que es eso…
-Pues que esa gente muera es un acto de selección natural; en esta vida únicamente sobreviven los más aptos… el resto es pura demagogia.
-¡Hombre, es bastante inhumano lo que dices…! -repliqué.
-Desgraciadamente, es la realidad, lo demás son tonterías sionistas que sólo buscan debilitar nuestra sociedad. No te dejes engañar, no seas tonto… -concluyó Carlos.
Quedé sorprendido por sus aseveraciones y por la dureza de ellas. Luego afirmó que el nacionalsocialismo alemán junto con el fascismo italiano fueron los creadores de las vacaciones pagadas, la jornada laboral de cuarenta horas y la seguridad social, que exportaron posteriormente al resto de países occidentales. Seguramente, ignoraba que el canciller Bismark fue el pionero en crear en el mundo moderno esa institución allá por el 1883.
Narró con énfasis como los nazis fueron los promotores de los movimientos ecologistas y del naturismo, a la vez que Hitler practicaba y promovía entre sus fieles la dieta vegetariana y se negaba a comer cadáveres putrefactos, como denominaba a los sabrosos entrecots de ternera.
Carlos estudiaba en la universidad con buenas notas, aunque únicamente se relacionaba con sus camaradas nacionalsocialistas; además, seguía al pie de la letra estos consejos y, como él, todos los miembros de Cedade que conocí en esos años. Eran sumamente exigentes consigo mismos y habían hecho de su política una forma de vida. No usaban prendas vaqueras ni de marca… eran judías. No bebían productos provenientes de multinacionales… eran judíos. No tenían su dinero metido en los bancos… eran judíos. No pensaban adquirir jamás un automóvil, a lo sumo una bicicleta, porque todas las empresas automovilísticas… eran, cómo no, judías. Tampoco comían carne, sólo leían y leían todos los textos nacionalsocialistas y revisionistas que caían en sus manos. Así eran los nazis españoles de principios de los ochenta y finales de los setenta. Unos aburridos intelectuales de tomo y lomo. Quizá fue por eso por lo que Carlos decidió pasar a la acción…

Mientras tanto, ajenos a estos preceptos éticos, en una lechería situada en el centro de Valencia, media docena de chavales se reunían todos los días a beber cerveza. Llevaban una vestimenta muy peculiar: pantalones vaqueros ajustados, tirantes con la bandera española, camisetas con esvásticas, botas militares con puntera de acero, el pelo rapado al cero y múltiples tatuajes con símbolos nazis. Pocos meses antes, dos de sus miembros, el Conejo y Flash, ingresaron en prisión acusados de haber asesinado a un vagabundo al que posteriormente prendieron fuego. Se denominaban los cabezas rapadas y, por entonces, todas las organizaciones fascistas los considerábamos gente marginal, sin ideales, deseosos tan sólo de montar peleas gratuitas. La prensa los ignoraba y los mismos militantes de Cedade los despreciaban por practicar todo aquello que ellos repudiaban. Ni el adivino más dotado hubiera podido imaginar que unos pocos años después estos grupúsculos acabarían creciendo hasta acabar siendo liderados por antiguos militantes de Cedade. Tiempo al tiempo.

En jornadas posteriores, quedé a diario con Carlos matizando el golpe, preparándonos concienzudamente para la fecha clave. Por entonces, yo estaba curtido en peleas, asaltos y demás acciones similares, pero ignoraba si mi nuevo amigo estaría igual de capacitado. Discretamente, conseguí información fiable sobre él, sus conocidos no dudaban en aseverar que se trataba de una persona de palabra y echado para adelante, pero quise comprobarlo por mí mismo.
Un domingo por la mañana, me acerqué a las mesas de propaganda instaladas en el centro a charlar con los camaradas. Saludé a los de Falange, a los del FSJ, a los de Unión Hispana y acudí al puesto de Cedade a dar los buenos días a Carlos, que estaba con un par de compañeros. De repente, un militante falangista llegó corriendo muy excitado; a su alrededor se organizó un corrillo de gente de las diversas organizaciones y me arrimé para ver lo que pasaba. El chico contaba que esa mañana se estaba desarrollando, en un cine cercano, un mitin del Partido Comunista de España y que el orador era Santiago Carrillo.
¡Anda, era verdad! ¡Si lo había leído en la prensa! ¿Cómo podía ser posible que no hubiéramos caído en la cuenta? Propuse ir a reventar el acto; los de Falange no estaban por la labor… pero los de la asociación de Piñar y el FSJ sí. Optamos por ir, hicimos recuento y no éramos más de diez. ¡Suficientes! Avancé hacia Carlos y le propuse que me acompañara; accedió y, para mi sorpresa, otros dos miembros de su asociación se ofrecieron a ir. Por fin vería a los nazis en acción, ya empezaba a dudar que, además de intelectuales, supieran pelear; pronto lo averiguaría.
Iniciamos la marcha hacia el lugar donde se realizaba el acto comunista; no portábamos ninguna clase de armas… ni porras, ni puños americanos, ni una mala pistola… pero los rojos ignoraban esta circunstancia. Cuando llegamos a las puertas del cine, la noticia de que los fascistas acudían a disolver el mitin había corrido más que nosotros, y varias lecheras estaban aguardando nuestra decidida llegada. Entre el gentío, observé los rostros de Montero y el Gitano, dos conocidos policías. Conforme nos aproximábamos, Montero se encaró conmigo y dijo que no montáramos follón y nos fuéramos a casa. Respondí, irónicamente, que la calle era de todos y que, por obra y gracia del Espíritu Santo, habíamos cambiado radicalmente de ideas políticas y queríamos afiliarnos al PCE. Varias risas contestaron mi ocurrencia, pero a los maderos no les hizo mucha gracia y nos instaron a irnos mientras se colocaban junto a la puerta de la sala para impedirnos acceder. Detrás de los cristales de la entrada del cine, varios ancianos nos miraban con caras aterrorizadas: <>, escuché que decían. De pronto, Carlos burló el cinturón de seguridad y, esquivando a un par de agentes, entró en el recinto, el resto lo seguimos aprovechando un descuido de los uniformados. En la puerta se iniciaron los forcejeos con los policías y alguno de ellos dio con sus huesos sobre el duro suelo; las caras de los maderos eran todo un espectáculo, mostraban una perplejidad increíble. Escuché al Gitano dar órdenes: <>. Cuatro o cinco de nosotros accedimos al anfiteatro, en el atril divisé a Carrillo. Chillé un par de veces: <<¡Muera Carrillo! ¡Asesino, Paracuellos no te olvida! y ¡Viva Cristo Rey!>>. Finalizados estos gritos, ordené a los míos evacuar el recinto, nuestra acción era contra el histórico líder, no contra unos pobres idealistas que podían ser nuestros abuelos. En silencio y bajo la perpleja mirada de los policías, abandonamos el local mientras sentía la voz de Carrillo decir por megafonía: <>.
Marchamos juntos a tomar unos refrescos; me encontraba satisfecho. Nadie había resultado herido, y habíamos amargado la fiesta al líder comunista; además, mi amigo nazi se había comportado con valentía. Todo marchaba viento en popa.

Y llegó la fecha del asalto a la sede del PCE (ml). Aquella tarde, a finales de febrero de 1984, nos encontramos en el patio de Unión Hispana sobre las cinco de la tarde; ambos vestíamos unos anoracks negros y, ocultas ellas, bien agarradas al cinto, las pistolas. Paseamos tranquilamente por el centro de la ciudad para hacer tiempo, sobre las ocho de la tarde, acudimos a la plaza de la Reina para cerciorarnos de que todo marchaba como estaba previsto. Efectivamente, a escasas decenas de metros, observamos a los miembros del PCE (ml) ultimar los preparativos para la concentración que estaba prevista y que comenzaría pocos minutos más tarde.
Llegó la hora. Los rojos iniciaron su acto, y nosotros avanzamos directos hacia su piso. La calle permanecía desierta y oscura, no se percibía un alma. Carlos introdujo la llave en la vieja cerradura del portal y abrió el portón sin que un solo chirrido delatara nuestra presencia. Sin sacarlas de la correa, agarramos con fuerza la culata de las pistolas e iniciamos la cautelosa subida por las escaleras hacia la primera planta. Allí se encontraba la sede comunista. Nos plantamos en silencio junto a la puerta de acceso y pegamos los oídos a ella. Nada, ni el más leve sonido. Lentamente, metimos el llavín y lo giramos dos veces en el interior del bombillo, la cerradura hizo un leve clic y cedió suavemente. Aunque el ruido fue casi imperceptible, nos pareció que en ese reducido espacio resonaba como un inmenso trueno. Soltamos un respingo y permanecimos quietos, apretando las <> sobre nuestras cinturas… pero únicamente recibimos el silencio por respuesta. Empujé el portón, y nos introdujimos en el negro recinto, cerrando tras de nosotros la cancela. Carlos rebuscó en un bolsillo de su anorak y sacó una enorme linterna con la que alumbró el piso.
Tenía unas dimensiones reducidas, el recibidor era pequeño, y las paredes mostraban antiguos carteles políticos de campañas pasadas; atravesamos el vestíbulo y llegamos a un pequeño cuarto con dos mesas y unas pocas sillas. En las paredes, más pasquines; algunos con la bandera republicana; en esta segunda estancia, observamos tres puertas: dos de ellas a los lados y otra, al frente. La de la derecha tenía una redecilla en la parte superior y comprobamos que la empleaban como almacén para guardar pancartas, cubos, escobas y demás utensilios; la de la izquierda, correspondía a un cuarto de baño, y la frontal daba acceso a lo que debía de ser la sala de reuniones, una gran mesa rodeada de una docena de sillas parecía confirmarlo. Sobre la pared, dos enormes fotografías representaban a Marx y a Lenin.
Volvimos a la estancia de las dos mesas, supusimos que de haber documentación y fichas, ése sería el sitio idóneo. Carlos utilizaba su mano izquierda como pantalla para disimular el potente foco de la lámpara. Miramos los relojes, pasaban unos minutos de las nueve de la noche y se suponía que disponíamos de, por lo menos, una hora de trabajo. Comenzamos a abrir cajones y a explorar en su interior, sólo buscábamos datos personales de militantes de esa organización y alguna clase de documentos… pero llevábamos cerca de diez minutos y únicamente habíamos encontrado papeles manuscritos con instrucciones para la concentración de ese día. Continuamos nuestra búsqueda sin dejar huellas que delataran nuestra presencia hasta que vimos una serie de fichas unidas por una goma elástica, las observamos y Carlos asintió con la cabeza:
-Quizá sean antiguas, pero vienen nombres y direcciones. Esto es lo que buscábamos -explicó.
-Hay muy pocas -susurré-. Como mucho diez o doce.
-Las tendrán aquí para darlas de alta o de baja. Por hoy es suficiente, otro día volveremos… no conviene tentar demasiado a la suerte.
-Pero si nos las llevamos, sabrán que hemos estado aquí, podríamos copiar los datos en una hoja -añadí.
-¡Quita, quita! Pensarán que los de administración las han extraviado, déjalo estar y vámonos rápido, que estamos andando sobre ascuas -dijo el nazi.
Cuando procedíamos a comprobar que dejábamos todo igual a como lo habíamos encontrado, un griterío empezó a escucharse en el portal de la casa; las voces empezaron a subir las escaleras hacia nosotros. Nos miramos a los ojos, petrificados; en un acto reflejo, cogí a Carlos de la solapa, lo introduje en la alacena y cerré la puerta. ¡Quién coño iba a suponer que esta gente vendría a su sede a mitad del acto! Noté como abrían el viejo portón, se encendían las luces, y las voces se aproximaban peligrosamente a nosotros. ¡Ojalá no tuvieran intención de abrir el cuartucho!
Mi compañero me dio un pequeño golpe en la espalda y, con un gesto de la cabeza, señaló hacia las pancartas enrolladas. ¡Hostias…! ¿Habrían venido a por ellas? Lentamente, saqué la pistola del cinto y, con las dos manos la amartillé; noté como Carlos hacía lo mismo con la suya. Mi rostro estaba a un centímetro escaso de la puerta y, por las rejillas, pude observar que los inquilinos entraban en la sala de reuniones y oí el ruido de las sillas cuando se sentaban en ellas. Alguien comenzó a hablar. ¿Una asamblea a estas horas? El nazi me dijo al oído:
-Eso es porque les ha salido mal el acto. Espero que se vayan pronto.
Con un enérgico gesto, le rogué silencio, sólo faltaba que escucharan nuestros cuchicheos.
Continuaron hablando durante un buen rato sin aparente intención de finalizar la charla y, para colmo, más afiliados suyos iban entrando intermitentemente en el reducido piso. Nuestros corazones palpitaban desbocados y aumentaban su ritmo conforme oíamos abrirse y cerrarse la puerta de la sala donde estaban reunidos.
<> -pensé-. Esto se parece cada vez más al camarote de los hermanos Marx. Acabarán abriendo este cuarto para coger algo y nos verán. Tenemos que salir de aquí, estamos en una ratonera>>.
En la penumbra, miré a los ojos de Carlos y, sin emitir una sóla sílaba, captó mis pensamientos. Decidí esperar que estuvieran concentrados para poder escapar. A los pocos minutos, oímos cerrarse la puerta de la sala y, sin pensármelo dos veces, giré suavemente el pomo de la puerta. Salimos del cuartucho y nos dirigimos de puntillas hacia la salida, empezábamos a abrirla cuando sentimos una fuerte voz que bramaba a nuestras espaldas:
-¡Fascistas! ¡Hay fascistas aquí!
Así a Carlos del brazo mientras le decía:
-¡Corre como nunca!
Descendimos los escalones de tres en tres hasta alcanzar la solitaria calle. Detrás de nosotros, un tropel de pasos y voces intentaban darnos caza.
Pusimos pies en polvorosa por la estrecha vía seguidos a menos de veinte metros por una jauría armada con gruesos palos y manzanas. ¿Manzanas? Efectivamente, por el rabillo del ojo contemplé como uno de nuestros perseguidores nos lanzaba varias de estas frutas con tan buena puntería que una de ellas dio en la pierna del nazi haciéndole perder el equilibrio y darse un enorme trastazo contra el asfalto. En fracciones de segundo, quince o veinte personas lo rodearon y comenzaron a darle patadas y garrotazos por todo el cuerpo, el infeliz permanecía acurrucado intentando cubrirse la cara y sus partes más sensibles con los brazos.
Detuve mi carrera, no podía permitir que lo lincharan y quedarme tan pancho. Saqué la pistola y con paso decidido avancé hacia ellos gritando:
-¡Dejarlo en paz, rojos de mierda, u os suelto un tiro!
Seguí marchando, mientras mostraba la <> con la intención de intimidarlos. Pero debieron pensar que hablaba en broma. Apunté al cielo y apreté el gatillo. Un enorme estruendo llenó la vía, les apunté y volví a chillar:
-¡No me habéis entendido, hijoputas! ¡Queréis que os suelte un zumbazo, hatajo de mariconas! ¡Corred, cabrones, corred!
Esta última imprecación fue seguida de un par de tiros que solté a las alturas mientras corría hasta mi amigo. Los rojos salieron por piernas hasta pararse a unos cien metros de mi posición; sin dejar de mirarlos me agaché junto a Carlos:
-¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras?
Una quebrada voz respondió a mis preguntas:
-Creo que no tengo nada roto. ¡Ayúdame a incorporarme!
Sostuve a mi compañero mientras se ponía de pie, y proseguimos la marcha; sólo tenía unas leves magulladuras y un par de chichones. Desde la distancia nos llegaban las amenazas de los otros:
-¡Estáis muertos, fascistas! ¡Sabemos quiénes sois y dónde vivís! ¡Ya os pillaremos!
Asegurándome de que no nos seguían, le acompañé hasta su casa. Quedé en llamarlo al día siguiente.
-Mejor ya te llamaré yo -dijo-. En mi casa, pueden olerse algo.
Las jornadas posteriores ojeé la prensa por si publicaban lo ocurrido, pero ni una línea narraba lo acontecido. ¡Mejor!
Pasaron un par de semanas y no recibí ninguna noticia de mi amigo; me extrañó. Ese domingo, acudí a las mesas a ver si lo localizaba, pero no acudió. Sus camaradas me dijeron que, últimamente, se dejaba ver poco. Saltándome su consejo, telefoneé a su domicilio; su madre se puso al aparato, dijo que le daría el recado. Un par de días después, me llamó y, con aires de misterio, explicó que lo habían descubierto <>, que sabían dónde vivía, y que nuestras vidas corrían serio peligro.
Me extrañaron sus palabras y decidí tomar precauciones, pero sin excederme en ellas. Continué haciendo mi vida igual que siempre. A mediados de abril, mes y pico después de aquella noche, me encontré con Carlos en el puesto de propaganda de Cedade. Me alegré y acudí a saludarle. Noté unas grandes ojeras que marcaban su rostro, se le veía cansado, quizá depresivo.
-¿Cómo estás, colega? -saludé.
-Mal. ¡Todo es una mierda! No me dejan en paz, me localizaron y van a por nosotros. Tienen amenazada a mi familia. ¿A ti también te tienen controlado?
-¿Pero a quiénes te refieres? ¿A los rojos de la otra vez? -inquirí intrigado.
-Sí. ¡Los mismos! Averiguaron quién era y me hacen la vida imposible -explicó.
No di mucho crédito a su historia, a mí también podían conocerme y, sin embargo, nadie me había molestado lo más mínimo. De todos modos, le ofrecí mi ayuda por si hacía falta para lo que fuera; a Carlos lo tenía como a un joven inteligente y centrado, no acababa bien de entender sus miedos. Fue la última vez que lo vi con vida; cuatro días después, el Jueves Santo, llegó como siempre a su casa, sacó una pistola de su dormitorio, se sentó en el comedor junto a su familia, que estaban viendo la tele y, allí, inició la esmerada limpieza del arma. Una vez que la tuvo impoluta, introdujo lentamente el cargador, se apuntó a la sien y apretó el gatillo. La bala atravesó el cráneo reventando en su interior y arrancando de cuajo media cabeza. Cuando me lo contaron, no di crédito a lo que oía, y su desaparición me partió el alma.
Unos años después, hice casualmente amistad con unos antiguos integrantes del PCE (ml) que estuvieron esa noche en el lugar; después de los consabidos <<¿No me jodas que eras tú?>> y <<¡quién hubiera dicho que algún día tomaríamos copas juntos!>>, iniciamos conversación, y les narré la historia de Carlos. Se extrañaron de lo que me había contado y afirmaron que ni le molestaron ni sabían nada de esa historia increíble que él había relatado.
Aún hoy me acuerdo de él y, aunque no entiendo por qué se quitó la vida con sólo veintiún años, tengo mi propia teoría. Creo que a raíz del enfrentamiento con los del PCE (ml), cuando cayó al suelo y notó que lo pateaban y que fui yo quién le sacó de allí, probablemente comprendió que no era el mejor soldado y, con una mentalidad donde lo inferior no tiene cabida, decidió apartarse para dar paso a otros más capacitados. Quizá esta idea sea una tontería, pero creo que no voy muy desencaminado… de todos modos, a estas alturas quizá nunca lo sepa.
El inesperado suicidio de mi amigo me dejó hundido, pero la vida seguía y, aunque destrozado, decidí vivirla a tope de la mejor forma que sabía: luchando por mis ideas. El resto del año transcurrió con normalidad: muchos actos, peleas, disturbios.
En Falange, el ambiente se sentía optimista. Por mi parte seguía con mi novia de siempre y juntos acudíamos a todas partes: mítines, fiestas.
En Unión Hispana estaban a punto de tocar techo. La militancia alcanzada en los primeros meses se estacionó y amenazaba con descender. La gente ya no se fiaba de Blas Piñar; además, un fuerte rumor que trataba de explicar las verdaderas razones de la disolución de Fuerza Nueva empezó a extenderse en nuestro mundillo. Según éste, el incremento de afiliados al partido de Piñar perjudicó notablemente a la UCD y, sobre todo, a Alianza Popular; se afirmaba que dirigentes de este último partido dieron un ultimátum al líder ultra: o disolvía su formación o aparecerían documentos y grabaciones del CESID donde se demostraría su implicación en un fallido intento de golpe de Estado. También se aportarían pruebas que demostraban un cierto grado de conocimiento del jefe de Fuerza Nueva en el asesinato de la joven estudiante Yolanda González, perpetrado en 1980 por dos conocidos miembros de su partido. Según estas fuentes, Blas no quiso arriesgarse a dar con sus huesos en la cárcel y cedió al chantaje...
En CONS, José Luis Roberto comenzó a saborear la porción de poder que le tocaba al ser líder de un movimiento clave en la debilitada ultraderecha valenciana. Cualquier opción patriota que quisiera hacer algo en Valencia, debería, por lo menos, hablar con él. Sus activos militantes del FSJ poco tenían que envidiar a los de otras formaciones más conocidas. En una época en la que algunos todavía creían en la inminente creación de una segunda Fuerza Nueva, Roberto esperaba la oportunidad de que Piñar se fijara en su organización e, inesperadamente, a finales del 84 llegó su soñada ocasión.
El escándalo vino de la mano de Els Joglars, con Albert Boadella al frente. La representación de su obra Teledeum provocó las más airadas reacciones por parte de los supervivientes del Búnker y de algunas asociaciones ultra-católicas. La sede de Unión Hispana se convirtió en improvisado centro de reunión de restos de facciones a las que dábamos por extintas y que la obra del grupo catalán hizo salir de sus catacumbas.
A todos los afiliados nos entregaron una hoja mecanografiada donde se detallaban los momentos de la función donde se blasfemaba contra la religión católica, y yo mismo acudí a la comisaría de Joaquín Costa a presentar la correspondiente denuncia. Esas semanas, fuimos cientos los que desfilamos por juzgados y oficinas policiales a plasmar por escrito nuestras quejas con el fin de que retirasen dicha actuación. A la vez, multitud de ancianos armados con rosarios se reunieron en la puerta del teatro Princesa: rezaban a Dios y rogaban para que se prohibiera tan pecaminoso evento. Justo es decir que ninguno había visto la obra, y lo único que conseguimos fue añadir una publicidad gratuita que benefició al autor y provocó que estuviera en cartel varias semanas más de lo previsto.
La situación se hizo intolerable y, ya que la vía legal no servía para nada, comenzaron a plantearse otras medidas más extremas. No podía permitirse, de ningún modo, que tan grave afrenta quedara impune.
Las diversas organizaciones afines no tenían por separado más que una fuerza testimonial, sin embargo, unidas, aún tenían algún peso. En jornadas previas a la Navidad del 84, se convocó a todas las fuerzas patrióticas a una reunión conjunta; para algo tan grave, bien valía olvidar viejas rencillas. El lugar elegido fue la sede de Unión Hispana.
Aquella mañana, el presidente de la citada asociación cultural junto con un par de miembros, acompañados por dos dirigentes de Juventud Nacional, quedaron en buscar una solución definitiva a ese problema. Además, consentir que esa representación llegara a buen puerto llevaba implícito admitir el principio del fin.
El jefe provincial de Falange fue invitado, pero rehusó acudir: la beatería no ocupaba un puesto importante en sus postulados. Quien asistió por sorpresa fue José Luis Roberto; el jefe consista, enterado de la trama, no quiso perderse la oportunidad de participar. Podía ser la circunstancia que andaba buscando para configurarse en líder incuestionable de la extrema derecha valenciana. Al menos lo intentaría.
La llegada de José Luis cayó como un jarro de agua fría entre el resto de los asistentes. Algunos sospechaban que era delator y confidente de la policía. Cómo para ser bien recibido… No obstante, le dejaron participar.
La asamblea contó con tres testigos, aparte de los citados: dos militantes del FAE y yo, que velábamos por la seguridad de la reunión.
Iniciada la charla, los representantes de Unión Hispana y Juventud Nacional clamaron por una fuerte acción de castigo contra los integrantes de Els Joglars. Ésta consistiría en realizar algún eficaz golpe de mano contra el teatro o los camiones utilizados para trasladar el equipo técnico y la utilería. Se pensó en colocar una pequeña bomba en el lugar de la representación o en incendiar los vehículos usados por la compañía teatral que, sabíamos de buena tinta, pernoctaban en un polígono industrial cercano a la capital. Los representantes de Blas Piñar sólo pusieron una única condición: si la opción finalmente elegida era la explosión de un artefacto, ésta tenía que realizarse a altas horas de la madrugada para evitar posibles accidentes a peatones inocentes.
En ese instante, alguien tomó la palabra y propuso un golpe mucho más osado, una solución drástica que acabaría con el Teledeum de una vez y para siempre. Simplemente, se trataba de asesinar a Albert Boadella… y sabían cómo.
Haciendo alarde de un aplomo increíble, comenzaron a desglosar la información que había obtenido sobre el controvertido autor catalán. Supimos que Boadella se alojaba en un céntrico hotel de Valencia y que, aunque debido a la cantidad de amenazas recibidas se vio forzado a tomar ciertas precauciones, su carácter independiente se imponía a la prudencia y atentar contra él, no suponía, en principio, un gran problema. Prosiguieron detallando concienzudamente todos los pasos que la posible víctima realizó durante los últimos días y matizó que, aunque cuidaba su seguridad, no se extralimitaba en ella. Para ultimar la misión, se contaba con los servicios de un pistolero. Para finalizar, se comentó que la policía estaba por la labor de hacer desaparecer al Joglar y que, como cabeza de turco, detendrían a un antiguo militante de Fuerza que había elegido el mal camino y estaba causando más de un quebradero de cabeza a las fuerzas de seguridad… sólo faltaba que los ahí presentes dieran el visto bueno a la operación.
Ni una interrupción rebatió los letales planes. El silencio más absoluto acompañó la disertación. De repente, uno de los veteranos de Unión Hispana se levantó de su asiento:
-¡En esta mesa somos católicos y no buscamos matar a nadie! -dijo alzando la voz.
El alto cargo de CONS se incorporó y anduvo hacia la puerta de salida a la vez que pedía al resto de asistentes que pensaran pronto su proposición y le hicieran saber, a la mayor brevedad, la decisión tomada. No creo que hubiera llegado siquiera al ascensor cuando todos los presentes prorrumpieron en insultos e improperios contra él:
-¡Pero qué se ha creído el tipo este! ¡Mira que venir aquí sin haber sido siquiera invitado! ¡Y encima, nos propone matar al Boadella! -clamó uno.
-¡Eso es para tendernos una trampa! ¡Veis como es un confidente de la policía! ¡Lo que yo os digo! ¡A éste lo han enviado a espiarnos los de la brigada de información! -añadió indignado otro.
Alguno se levantó y amenazó con dejar el partido si se volvía a contar con ese sujeto para lo más mínimo. Pero no hizo falta esa advertencia, ni uno sólo de los presentes decidió hacer caso a la propuesta y todos a una votaron unánimemente por impedir su asistencia a cualquiera de los actos políticos que realizaran sus organizaciones. La reunión prosiguió y se optó por la postura menos radical: había que incendiar, inmediatamente, los camiones del grupo teatral. Seleccionaron a tres militantes de total confianza para esto, yo era uno de ellos.
La fecha elegida fue la noche siguiente. Aquella tarde quedamos lejos de la sede: todos portábamos armas y no podíamos arriesgarnos a ser cacheados en las inmediaciones de nuestra delegación. Hicimos tiempo hasta bien entrada la madrugada. Cuando vimos que la ciudad dormía, subimos a un viejo Renault y nos encaminamos hacia el polígono. Por la tarde, compramos en una estación de servicio varios litros de gasolina que introdujimos en unas botellas de plástico; el olor resultaba insoportable y nos obligaba a circular con las ventanillas abiertas para no marearnos. Llegamos al sitio indicado y comenzamos a atravesar las desiertas calles de la ciudad industrial mientras buscábamos los vehículos en cuestión. Entonces, los vimos. Eran dos camiones de pequeño tamaño con los laterales blancos; ni una sola marca o logotipo indicaba su contenido; únicamente las matrículas de Barcelona y nuestras informaciones los delataban. Estacionamos el coche en las cercanías, no sin antes dar un par de vueltas a las calles cercanas por si alguien vigilaba los transportes. Pero no, todo estaba despejado. Antes que nada, teníamos que romper un cristal para introducir el líquido inflamable y, para ese menester, portaba un martillo que tomé prestado de mi casa. Pero uno de mis compañeros, el que estaba a cargo de la operación, me mostró un utensilio que iba a revolucionar la técnica en lo que a perforar cristales se refiere: un tirachinas de competición. Quedé impresionado y le rogué que me explicara el funcionamiento en el sitio en cuestión.
-Es fácil -señaló-. Mira. Se coloca la varilla junto a la luneta del coche, se pone un cojinete esférico de acero al extremo de la goma, se tensa al límite y… ¡se suelta!
Entendí la teoría, pero la práctica no funcionó. Cuando mi compañero soltó la goma, el proyectil salió despedido hacia delante chocando contra el cristal… pero en vez de romperlo, rebotó contra él, dando en los morros a mi colega. El chillido de dolor que emitió se atenuó con las carcajadas en que prorrumpimos los dos restantes.
-¡Menuda chapuza! -decía mi amigo agarrándose las narices-. ¡Vaya mierda! ¡Acompañadme al hospital, que creo que me he partido el tabique nasal!
Aguantándonos a duras penas las risas, volvimos al coche. Mañana sería otro día.
A primera hora de la tarde siguiente recibí una llamada en mi domicilio: tenía que acudir urgentemente a la sede de Unión Hispana. Me fastidió porque había quedado en ir a la de Falange, pero pensé que sería para algo relacionado con la fracasada operación de la noche anterior y decidí presentarme lo antes posible. Una vez que llegué, encontré a tres personas: el encargado de juventudes, un alto directivo de la asociación y un jefe de Juventud Nacional; me pidieron que entrara en la sala de juntas e iniciamos una reunión.
Lo primero que hicieron fue avisarme que se había suspendido el tema del incendio de los camiones; una reciente orden llegada desde lo más alto abogó por una operación de castigo directa y contundente contra el teatro donde tenía lugar la representación. El asunto se alargaba demasiado y la paciencia tenía un límite.
Intenté saber quien había dado las nuevas instrucciones e insinué que quizá había sido Blas. Pero sonrieron y dijeron que la decisión venía de más arriba. <<¿Más alto que Piñar?>>, pensé. Tal vez, con esa respuesta, daban a entender que se trataba de <>.
Iniciamos la charla. El de Unión Hispana refirió que había tres opciones planteadas: instalar un artefacto explosivo, entrar en medio de una representación al grito de <<¡viva Cristo Rey!>> o tirotear el lugar. Existía una salvedad: por ningún motivo tenía que derramarse una sóla gota de sangre.
Empezamos a analizar las diversas situaciones. La del bombazo quedó, rápidamente, descartada, porque suponía un grave riesgo para cualquier vecino o peatón de la zona; el asalto también se desechó por varios motivos: hacía falta mucha gente y no se contaba con los mismos activistas que antes y, sobre todo, implicaba que, en ese momento de tensión, a alguien se le escapara un balazo y se produjera una desgracia. Únicamente quedaba tirotear el lugar.
Tampoco era una medida sencilla. ¿Contra qué se iba a disparar? ¿El escenario, tal vez? ¡No! Podía fallar el tiro y herir a alguien; además, la huida con tanta gente no sería sencilla. Al final, se tomó la decisión de soltar unos zambombazos contra la fachada cuando hubiera poca gente por la vía, ya que necesitábamos algún testigo.
Se formaron dos comandos, uno de logística y otro de combate. Yo fui nombrado responsable del primero, y los de Juventud Nacional se encargarían del segundo. La misión que me encomendaron era sencilla, aunque no exenta de riesgo: tenía que realizar un plano con las vías de escape posibles y un informe detallando los días y horas cuando menos afluencia de público había.
A la mañana siguiente, armado con un par de bolígrafos y un plano de la ciudad, me dirigí hacia el histórico barrio del Carmen y comencé a caminar por las estrechas callejuelas de la zona hasta conocérmelas al dedillo. Posteriormente, tracé, en el mapa, cinco rutas de huida para vehículo y otras tantas para peatones; unas las marqué en rojo y, otras, en azul.
Por la noche, acudí al lugar con un amigo llamado Joaquín, antiguo militante de Fuerza Nueva y más conocido que la Charito, como tuve ocasión de comprobar más tarde. Previamente, modificamos nuestro aspecto para amoldarlo al de los <> que frecuentaban el lugar, teníamos que pasar desapercibidos. Sobre las diez, llegamos al teatro, que estaba repleto de gente. La calle mostraba, también, gran afluencia de personas y observamos a más de uno vigilando discretamente; debido a la cantidad de amenazas recibidas, habían tomado medidas de seguridad. Rezamos por no ser reconocidos… pero no tuvimos esa suerte.
Acabábamos de ponernos en la cola para comprar las entradas cuando un grupo de jóvenes se acercó a mi amigo, abrazándolo mientras le decían:
-¡Joder, Chimo! ¿Pero que haces aquí? ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Pero no estabas en Fuerza Nueva? ¡Como te vean los tuyos, te expulsan! ¿O es que has venido a ponernos una bomba? ¡Cabroncete!
Ambos nos miramos en silencio a la vez que media calle giraba, alarmada, por los saludos que los colegas de mi amigo le brindaban. ¡Hala! ¡Factor sorpresa a tomar morcillas! Joaquín les devolvió el saludo:
-¡Qué tal! ¡Cómo estáis! Pues yo he venido con este coleguilla a ver esta obra que dicen que está muy bien.
-¿Pero sigues en Fuerza Nueva? -le preguntó un conocido.
-¡No, qué va…! Me salí hace mucho tiempo. ¡Ahí no hacían más que comernos la bola y no molaba nada! ¿Sabes? -dijo levantando la voz para que lo escucharan bien los otros.
-¡Ah…! Pues nos alegramos mucho, tío. ¿Queréis pasar con nosotros?
-¡Venga! ¡Vale! -respondió Joaquín.
Entramos a ver la función seguidos de cerca por tropecientas personas que no nos quitaban el ojo de encima. ¡Buen comienzo! Al menos, tuve la ocasión de contemplar toda la representación, que, aunque no me gustó, tampoco me pareció tan dramática como nos la habían pintado. Al día siguiente, volví acompañado de otro amigo menos conocido para ultimar el informe, pero a pesar de las precauciones que tomé para evitar ser reconocido, no lo conseguí y tan pronto llegué, cuatro o cinco machacas se pegaron encima de mí controlando todos mis movimientos hasta que me fui. No obstante, la misión estaba cumplida y, a la tarde siguiente, relaté todas las incidencias, horarios, afluencia de público y entregué el plano con las rutas marcadas. Sólo quedaba esperar.
A finales de enero de 1985, un comando formado por dos conocidos miembros de la extrema derecha valenciana tiroteó la fachada del teatro Princesa donde se representaba la obra Teledeum. Todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Lo que ignoraban es que faltó muy poco para que el titular de las portadas hubiera sido otro bien diferente e, infinitamente más trágico: el asesinato de Boadella. Por fortuna, no ocurrió.

Pocos meses después de este suceso, y cuando en la antigua plaza del País Valenciano tenía lugar una manifestación izquierdista contra el ingreso de España en la OTAN, grupos incontrolados de ultraizquierda dirigidos por miembros del PCE (ml) atacaron las mesas de propaganda que Unión Hispana tenía instaladas en las inmediaciones y provocaron varios heridos. Semanas más tarde, cerca de tres centenares de militantes de la extrema derecha marchamos hacia el barrio del Carmen y, como represalia al anterior incidente, asaltamos el pub Transfer, conocido lugar de reunión de los simpatizantes de la izquierda más radical. Aunque ganamos esa batalla, la guerra del dominio de las calles estaba casi perdida. A partir de entonces, los seguidores de Blas Piñar concluyeron el declive iniciado casi tres años antes. De estos grupos, solamente a Falange Española de las JONS le quedaban todavía unos pocos años más de existencia…