realismo mágico

La rotunda definición de los volúmenes en sus primeras obras -Josefina leyendo (1953)- acusa esa influencia del quattrocento italiano.


La preocupación por la solidez plástica y la composición precisa le lleva también a interesarse por Cézanne y el cubismo -Mujeres mirando los aviones (1954)-, en temas relacionados siempre con su entorno familiar en Tomelloso.

A partir de 1957, su obra registra un cierto giro surrealizante: figuras y objetos que flotan en el espacio, imágenes sacadas de contexto que se relacionan de forma conflictiva empiezan a poblar sus cuadros.

El lenguaje, sin embargo, sigue vinculado a ese clasicismo táctil y volumétrico de sus primeras obras. La veta fantástica se mantiene al menos hasta 1964 -todavía es muy perceptible en Atocha, terminado ese año-, aunque, desde 1960, pierde intensidad; por una parte, cada vez son menos los cuadros en los que se recurre a esos mecanismos y, además, Antonio López muestra un creciente interés por la fidelidad en la representación, independientemente de la carga narrativa contenida en ella.


Es como si el pintor fuera cada vez más dependiente del motivo, como si necesitara tenerlo delante para recrearlo en sus mínimos detalles.
Esa doble vertiente de su pintura de aquellos años trajo aparejada su adscripción por la crítica a lo que, sobre todo en las décadas de los sesenta y setenta, se llamaba realismo mágico, una denominación que al artista siempre le ha parecido redundante.
Lo cierto es que sus cuadros y dibujos se acercan cada vez más, como ha escrito Brenson, a "ese sentido de la densidad de lo que llamamos el mundo visual", y que resulta una recreación minuciosa y casi obsesiva del motivo.

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