3/2/12

La estrella de mar

Había un hombre sabio que vivía a la orilla del mar en un pueblo muy pequeño. Le gustaba mucho su pueblo porque era tranquilo, silencioso, de casas bajitas y porque las personas no hablaban mal de sus vecinos. Todas las mañanas acostumbraba a caminar por la playa, antes de sentarse a escribir a lo largo de horas interminables.

Disfrutaba de los paseos que daba junto al mar porque le servían para pensar en todas las cosas profundas que piensan los sabios. Se preguntaba: "¿Quién hace girar las estrellas en el cielo? ¿Tienen alma las piedras? ¿Qué es el amor? ¿Acaso piensan las flores?". Y con estas y otras preguntas caminaba a lo largo de la playa, agradeciendo la presencia del sol, del viento, de la lluvia e, incluso, la del granizo.

Una soleada mañana salió a caminar más temprano que de costumbre. La brisa jugaba con su pelo corto y blanco. Al cruzarlas dunas llegó a la playa, donde le esperaba una gran sorpresa. En un segundo comprendió la gravedad de la situación. ¡La orilla estaba llena de estrellas de mar!

Las había rojas, rosadas, anaranjadas y violetas, hasta verdes... Corrió hasta la playa y, con enorme tristeza, vio que había kilómetros y kilómetros de arena cubiertos por bellas y frágiles estrellas de mar. De los ojos del sabio cayeron gruesas lágrimas porque sabía que las estrellas de mar viven solo cinco minutos fuera del agua.

Con cuidado de no pisarlas, comenzó a caminar por la playa, el corazón carga­do de pena. Avanzaba lentamente, pensando en la fugacidad de la vida, en cómo a veces equivocamos nuestras prioridades, cómo perdemos el tiempo en cosas inútiles e intrascendentes... Ensimismado en sus pensamientos caminó durante horas sin ver a nadie, hasta que en el horizonte descubrió una figura que se movía frenéticamente. Corría de la playa hasta la rompiente y de la rompiente hasta la playa, constante e incansablemente...

-¿Qué animal será ese? -se preguntó el sabio.

Y aunque ya era hora de volver a su casa y retomar la escritura de su libro, decidió averiguar quién corría de esa extraña manera. Cuando estuvo a unos pocos metros de esa rara figura, advirtió que no se trataba de ningún animal sino que no era más que un niño pequeño de seis o siete años. Tenía la cara sudorosa, las mangas de la camisa remangadas y los pies mojados y llenos de arena. Al ver al sabio, se detuvo y lo miró fijamenté con sus enormes ojos marrones.

El sabio le sonrió y le preguntó: -¿Qué estás haciendo?

El niño le miró sorprendido pero, para no ser descortés, le contestó:

-Junto las estrellas de mar que están en la playa y las arrojo más allá de la rompiente para que no se mueran.

El sabio volvió a sonreír y le dijo:

-Ya veo... ¿Pero no te das cuenta de que no tiene sentido tu esfuerzo? Hay cientos de miles de kilómetros sembrados con estrellas dé mar y vivirán muy poco tiempo más

antes de que el sol las seque con su calor... Aunque salvaras a miles, habría billones de ellas que morirían de todas formas. Tu esfuerzo no tiene sentido.

La mirada del niño se llenó de nubes. Sus brazos dejaron caer decenas de estrellas que hasta entonces sus brazos habían sostenido. Miró desconcertado la inmensidad de la playa y la magnitud del desastre a la que el sabio se refería. En silencio y sin volverse, trotó en dirección a las dunas. Pero cuando estaba por desaparecer detrás de ellas, volvió sobre sus pasos corriendo, tomó una estrella y con una fuerza increíble, la arrojó al mar.

El niño miró al sabio y lleno de felicidad le dijo:

-Para ella sí tuvo sentido.

Loren Sieseley


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