Monday, December 25, 2006

01- EL ANTIFAZ MAGICO

Y el turno inicial es para Venecia. La bella, la misteriosa, la eterna novia del Adriático, la que se arrebuja en el manto de los siglos para proseguir cautivándonos con su inmortal embrujo. Conozcan lo que le ocurrió a un visitante que tuvo su oportunidad para rozar la eternidad, y el amor, a través de un extraño antifaz.

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Todo asentamiento humano tiene un límite acerca de la carga emocional que puede absorber su infraestructura física. Porque ella participa, silenciosamente, en registrar la historia de las vidas que aloja, captando por igual lo banal y cotidiano, lo sublime y lo extraordinario. En algunos casos, esta carga se dispersa de inmediato.Entonces tenemos ciudades vacuas, desprovistas de calor humano y de misterioso encanto. En otros, por el contrario se detecta una maravillosa capacidad de retener en su seno el drama y la alegría de los que la ocupan. Muy pocas, sin embargo, poseen la capacidad de acumular, a través de los siglos, esta extraña herencia. Pero siempre, en todo los casos, existe un límite de lo que puede llegar a resistir dicho tejido...

Este relato está dedicado a Venecia, la inolvidable, la inmortal, la gran gata jaspeada que se acurruca ronroneando, voluptuosa, frente al Adriatico, presidiendo, serena, el discurrir de los siglos reflejados en la dorada y patética belleza de sus entrecerrados ojos...

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No podría duplicar el cúmulo de pequeñas circunstancias que el destino encadenó para conducirme, una apacible tarde de otoño, a la inconspicua tienda incrustada en lo más profundo del palpitante corazón de Venecia.

Llevaba días vagabundeando en el entorno de mi ciudad consentida. Disfrutaba del incomparable deleite de desgastar el tiempo según mi entera potestad, en el transcurso de unas bien merecidas vacaciones. Repasaba sin apresuramiento un cúmulo de experiencias ya vividas allí, desde la opresiva soledad del alma percibida en la lóbrega penumbra del Puente de los Suspiros, hasta la imponente panorámica aerea desde la cumbre de San Giorgio y el mustio olor de las podridas catacumbas en el venerable recinto de San Zacarías. ¡ Y es que Venecia me hablaba ! Con toda la fastuosidad de su polícroma arquitectura, con el encanto de sus maravillosos puentes y sus incomparables visuales, hasta con el deambular de sus profanas masas turísticas que invadían desordenadamente el espacio urbano estrellándose, no obstante, en su inconsciente intento por vulnerar el LUGAR, la pertenencia, la tremenda fuerza de identidad que la milenaria ciudad poseía.

Fue probablemente ese estado de ánimo soñador (¡ en esta ciudad de ensueño !) lo que me indujo a perder gradualmente el rumbo de mis pasos hasta que una tarde, de pronto, me hallé en una región inexplorada para mi, del dédalo de estrechas callejuelas y puentes que entreteje la ciudad y de la cual no guardaba recuerdo alguno. Era de allí que provenía el influjo hacia el cual había inconscientemente derivado. Observé con curiosidad las estancas fachadas de la callejuela, soldadas entre si por el tiempo y los fragores de pasadas guerras y me senti de pronto extrañamente acompañado, a pesar del escaso fluir del tránsito peatonal.

Paseaba sin rumbo, disfrutando las delicias de aquella suerte de soledad acompañada, cuando la vi... Era una inconspicua tienda, de las muchas que integran el paisaje veneciano, incrustada en la sombra de un portal. Movido por un irresistible impulso me acerque a ella y contemple su única ventana. Al igual que otras estaba ornamentada por variadas máscaras y antifaces. Allí convivian, sin estorbarse, altivas porcelanas y tenues gasas y falsas pedrerías. Era, pues, una ventana al carnaval, a la alegría desenfrenada pero misteriosa, que arrastra la tradición en Venecia a través de los siglos. Pero entre todo el creativo despliegue que allí se exhibía, mi atención se vió capturada por un modelo de extraño diseño cuya sobriedad contrastaba, casi desdeñosamente, diríase, con el oropel desenfrenado que batallaba por atención en la superficie del aparador.

"Ese antifaz no se vende. Tiene una leyenda que lo impide. Es para todos los ojos que con él puedan ver". Ese fue el corto y enigmático mensaje que recibí del amable dueño de la tienda cuando entré en ella con el ánimo de añadir el modelo a mi crecida colección de recuerdos de viajes y correrías. Nunca he sido afecto a las discusiones y, por lo demás, percibí que la posición del dueño no admitía argumento. Pronto abandoné la tienda llevando en un pequeño paquete el codiciado objeto. Ante mi sorpresa, no hubo el mayor reparo en permitir, tras un mínimo de formalidades, que un desconocido como yo llevase, en calidad de prestamo indefinido, tan preciado modelo.

Una vez en la seguridad del hotel, deshice la cuidadosa envoltura para examinar detalladamente el antifaz. Era, indudablemente, de viejisima hechura, aun cuando admirablemente conservado. Sus severas pero armoniosas líneas denunciaban la experta mano que lo había fabricado. Con la punta de mis dedos recorrí la bruñida superficie que mostraba un suave matiz de brillo metálico, como de plata antigua. Cuidadosamente me puse el antifaz. De inmediato percibí la existencia de algún tipo de cristal que insertado en las aberturas de los ojos. ¡ Cristal ! Esto si era realmente curioso. ¿Con qué objeto? ¿Por que razón ? Mi fantasía se disparó de inmediato, explorando y descartando mil razones para tan insólito hecho. Al final, llegue a la conclusión (intuida) de que algun efecto visual extraordinario debió perseguir el ignoto artesano al incorporar este recurso. Y me aboqué con entusiasmo a descubrirlo...

Pero todos los experimentos que realicé posteriores a la formulación de la referida hipótesis resultaron infructuosos. Cambios en posición, tiempo y lugar e incluso de condiciones climáticas no lograron la más mínima alteración en la límpida visual obtenida a través del antifaz. Su imperturbabilidad parecía rechazar desdeñosamente todos mis esfuerzos, fustigando mi impaciencia.

Pasaron los dias y los intentos de hallar el oculto mensaje del antifaz veneciano se estrellaban una y otra vez. Mis vacaciones se acercaban a su fin y comenzaba ya a acostumbrarme a la idea de tener que regresarlo a su fuente de origen sin haber sido capaz de desentrañar y de disfrutar su celoso secreto.

Un día que regresaba de la plácida y soleada costa del cercano Lido al hotel donde me hallaba alojado, sentí de pronto un irresistible impulso que me indujo a abordar el vaporetto rumbo a San Marco.

Frisaba la tarde. Las disminuídas oleadas de turistas que regresaban a la Piazzetta dei Leoni, habiendo dicho previamente adiós a la belleza bizantina y atípica de la iglesia de San Marco, agotados por el trajinar del dia, para esperar su traslado a tierra firme, se habían descompuesto en grupúsculos cuya estaticidad contrastaba con el rápido ritmo evidenciado más temprano en el día.

Me refugié en un rincón de la Piazzetta. Discretamente, y quizá por última vez ceñí el antifaz . Y ¡ oh maravilla ! percibí, al fin, lo que tanto tiempo había intuido sin conocerlo.

Primero fué un sutil cambio en la luminosidad del ambiente que percibía. Era como si la atmósfera se subdividiera en invisibles capas de distintos matices. Como un enorme escenario que afina sus luces para la presentación de una magna obra. Luego, ¡aparecieron los actores! Llegaban de todos los rincones, en diferentes épocas, bajo diferentes atuendos y actitudes. Mercaderes riquísimos, enjoyados; ascéticos y encorvados monjes; legiones de soldados con relucientes corazas, con paso marcial; hoscos piratas y vociferantes bárbaros y alegres comparsas cantando y danzando al ritmo de inaudibles melodías. Y los integrantes de esta abigarrada multitud, de todos los niveles y de todas las epocas, pese a su aparente solidez corpórea se entrecruzaban pasando unos a través de otros, sin percibirlo, preservando milagrosamente incólume la coherencia de su propio espacio-tiempo.

Y sentí, súbitamente, que me asaltaba la tremenda carga emocional que la ciudad guardaba a través de sus épocas, de su larga y venturosa epopeya urbana. Y me sentí ciudadano de mil circunstancias y mil situaciones a la vez, en el rescoldo de su haber sido. También descubrí que podía, con un esfuerzo de concentración, aislar la actuación de los diferentes grupos de forma tal que aquellos en los que centraba mi esfuerzo de atención aparecían sólidos y dotados de pleno realismo, mientras que los otros pasaban a formar parte de un entorno vaporoso e irreal.

De pronto, entre las miles de imágenes que desfilaban ante mi mente afiebrada, pero extrañamente lúcida, identifiqué una alegre comparsa que, cantando y bailando, se acercaba a mi refugio, cercano a la gris columna que corona el león alado. Estaban todos ataviados con ropas que delataban su encumbrada procedencia. Al frente de ellos, de pareja con un atípico condottiero se desplazaba, alada, una donna de inigualable belleza. En el ajetreo de la diversión que disfrutaba había descartado momentáneamente el antifaz, que portaba en una de sus pequeñas y ensortijadas manos.

La observé con admiración. Aquel fantasma de pasadas épocas llegaba a mi con plena intensidad, capturándome en el esplendor de su femenino embrujo. Todos sus movimientos eran gráciles, de incomparable euritmia. Traicionaban su patricio perfil, su blonda, alborotada cabellera y su porte real, unos cálidos e invasores ojos verdes enmarcados en un rostro de ovalo perfecto y cutis nacarino. Esos ojos luminiscentes, que hablaban de lejanas tierras, de blanca arquitectura y arroyos juguetones y fuentes cantarinas, se posaron por un instante en los mios, quemándome el alma como invisible hierro de marcar. Pero, a través de los siglos percibí en el fondo de aquella desenfrenada alegría una profunda nostalgia, una añoranza de tierras, amistades y parajes para siempre perdidas...

Salí de la sombra del pórtico en que me alojaba y me acerqué a ella. Subitamente todo aparecía tan real como si me hubiera trasladado a otra época. Ahora me sentía parte de la escena; las otras multitudes en el cronoespacio habían desaparecido. Ella también me percibió, me vió venir con una alegre y sorprendida sonrisa que iluminó su rostro haciéndolo, si posible, aún más bello. Separándose del grupo, extendió sus brazos hacia los míos. Por un instante nuestras manos llegaron a tocarse...

Pero la tremenda fuerza del momento cobró su impuesto. Regresaron las multitudes de otros siglos, que por un instante había logrado someter a control, y en la resultante y silenciosa algarabía que siguió, la bella dama y su alegre comparsa se vieron envueltos en un torbellino de imágenes que los alejó inexorablemente, y para siempre, de mi vista.

En vano intenté rehacer aquel maravilloso momento. El mágico antifaz se negó a complacerme. De alguna manera supe que aquello significaba el fin de esta aventura.

El dueño de la tienda recibió de regreso el antifaz con la mayor naturalidad. Por el supe algo de su historia o, mejor dicho, de su leyenda.

Parece ser que en tiempos muy remotos existió en Venecia un artesano destacado, diseñador y fabricante de máscaras y antifaces a quien la fortuna sonreía, mimosa. Bien pronto, el éxito de éste lo llevó a disfrutar de una holgada situación económica y contrajo matrimonio con una bella joven de la localidad a quien amaba profundamente. Por un tiempo su felicidad transcurrió ininterrumpida. Entonces llegaron nubarrones agoreros a turbarla. En corto plazo, la joven esposa enfermó y murió sin que nada pudiera hacerse para salvarla. El impacto del dolor de esta pérdida sobre el artesano fue desquiciante. Se encerró en su taller y desde entonces poco se supo de él. Había concebido la secreta idea de establecer un puente en los siglos que le permitiera regresar a su amada. Estaba convencido que el espíritu de la misma se hallaba aún capturado por el embrujo del ámbito de Venecia. Y pensaba que la refracción del tiempo, aprovechada mediante cristales especialmente diseñados podía acercarla nuevamente a la imagen de su amada. Y dice la leyenda que al fin, tras incontables penurias, un dia pudo reunirse fugazmente con su esposa. De lo que ocurrio despues de este encuentro no se guarda registro. Pero hay quien dice que nunca mas repitió su experiencia, desembocando su estado de ánimo en una gradual locura que lo condujo a incorporar su herramienta óptica en un antifaz especialmente diseñado, para ocultarla de los depredadores quienes, en su delirio, lo asediaban continuamente.

Como quiera que ello sea, a su muerte, su testamento reveló la presencia del maravilloso artefacto y estableció, para su uso dos condiciones básicas: la absoluta gratuidad de su uso y la indefinición del tiempo de préstamo único. Por lo demás, y esto si no guardaba explicación alguna, las personas que lo utilizaban solo alcanzaban una única experiencia, sin posibilidad de repetirla.

¡ Solo una visión por persona !...

De la bella desconocida solo queda el recuerdo de su imagen de alegre hada, de su mirada de fuego y de la suave y secreta tibieza de sus manos, cuyo calor por un instante compartí. Pero como la memoria es traicionera, y el yo orgánico reemplaza en el tiempo al recuerdo vivido por otro de segundo orden, me he abocado a registrar estas impresiones recientes antes de que los años procedan a su inexorable deformación.


Venecia, octubre de 1890.

2 comments:

Román said...

Felicitaciones Father... Parece increíble que ya pasaron 10 años desde que salio la version impresa y que ahora con este nuevo formato tendra acceso a todo el ciberespacio

Leojahn said...

Hola Gonzalo, soy Leopoldo Jahn Herrera, tu primo. Luis tu hijo me recomendo este cuento y confieso lo disfrute mucho. Excelente manejo del lenguaje. Yo he tratado de escribir un poco, pero hace rato que no lo hago. Ojala y yo tuviese un vocabulario tan extenso como el tuyo. Un abrazo.