martes, 25 de marzo de 2008

El poder de la palabra en lo doméstico*

Ana Black

En el ámbito doméstico nada se estudia, todo se hace de manera empírica y a los tortazos. Desde la lactancia materna hasta el acto de cocinar se llevan a cabo según el berrinche que esté formando el nene a la hora de alimentarse o dependiendo de los ingredientes que para el momento existan en la despensa. Es decir, una vez madre, la mujer comprueba que el famoso doctor Spock es un fraude y que el recetario hindú puede ser de lo más exquisito pero, si se nos olvidó comprar curry… ¿Me explico? en el ambiente doméstico no hay librito, ni teoría, ni estudios que valgan, allí sólo impera la ley del instinto, del buen juicio, del más astuto y de quien tenga la última palabra.

En el mundo hogareño el poder no lo tiene la palabra; en una casa decente el verdadero control lo ejerce la entonación que se le da a cada vocablo. Una madre puede decirle con toda dulzura a su hijito de dos años cuando lo pilla haciendo una torre de cojines para alcanzar el pote de las chucherías: “Cielito, si no te has bajado de allí para cuando cuente tres te voy a arrancar las piernas” y –anótenlo– el muchachito no se dará por enterado. Otra cosa es que se le diga con severidad: “Palabra: sonido o conjunto de sonidos que designan una cosa o idea”. Júrenlo, la criatura se va a bajar. No importa lo que se diga lo importante es cómo se dice.

Lo mismo sucede en la cocina. ¡Cuántos sinónimos existen para designar un poquito de cualquier ingrediente! Desde la universal y académica pizca hasta la ñinga, pasando por minga, puñito, poquito y, el ya tradicional pelo. Esa terminología sólo es funcional cuando se está dictando una receta. Cuando de cocinar se trata, otra vez, lo importante viene dado por el tono. No es igual pedir: “por favor échale sal al sancocho” que solicitar en chiquitico: “¡Ay! Porfa, ponle sal al periquito del bebé”. Ante eso, nadie, con dos dedos de frente, le va a echar un puñado de sal al huevito.

Mamá. Un solo vocablo, una sola palabra y cuántos significados tiene, cuántas respuestas genera, cuántos sentimientos despierta según el cantadito que nuestros sagaces hijos le otorguen.

Ninguna madre se queda indiferente si oye a su hijo aullar: ¡¡¡MAMAAA!!! Eso significa peligro extremo. No importa si para las piezas de porcelana de la sala o para el mismísimo cráneo de la criatura. Ante ese grito hay que salir corriendo a averiguar.

Otra cosa es escuchar un dulce Mamá-a, peor aún, má-aaa. En ese caso se responde por puro espíritu docente, porque hay que enseñarle a los hijos que es de buena educación contestar cuando a uno lo llaman. Es sabido que detrás de ese tonito lo que viene es una solicitud descabellada; entiéndase: tomarse un vaso de chicha justo antes del almuerzo o pedir dinero para comprar el juguete más caro del mundo.

No hablemos de Mamá, así, a secas, pero acompañado de un abrazo en extremo afectuoso. Eso, aquí y en Turquía tiene una sola lectura: raspazón en matemática.
Así pues, y con este par de pobres ejemplos, podemos concluir que: las palabras domésticas y sus significados son autónomos, dependen del momento y de la voluntad de quien las pronuncia; toda palabra articulada en el hogar adquiere su propio significado según sea susurrada, gritada, vociferada o simplemente dicha.

El ámbito doméstico, al menos en su versión oral, no es susceptible al análisis lógico. De serlo, cualquier estudio que de él derive debe ser grabado en un buen equipo de sonido para que se entienda.


*Intervención en el ciclo de foros “El poder de la palabra en el mundo”. Escuela de Idiomas Modernos de la UCV. No me acuerdo cuál mes de 2003.

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