20 de abril de 2011

El Ser Humano puede ser extraordinario (especial Semana Santa).

Todos conocemos el anuncio de la tele que dice "El ser humano puede ser extraordinario". Coño, y claro que puede. La cuestión es que normalmente no le sale de los huevos. O no sabe. Todos los seres humanos tenemos en mayor o menor medida una cualidad innata llamada empatía y que no es más que la capacidad de ponernos en lugar de otra persona, de sentir su sufrimiento, de implicarnos afectiva o emocionalmente con ella. Desarrollar la empatía correctamente, llegar a dominarla y trabajar para su perfeccionamiento requieren, no obstante, de notables dosis de interés, esfuerzo y tesón.
Hay épocas del año, como la Semana Santa o la Navidad, en que la confluencia de diferentes intereses económicos y mediáticos inducen una repentina ola de empatía. En estas fechas una pseudo-empatía invade calles, centros comerciales y medios de comunicación y todos, como por arte de magia, sentimos y celebramos ser mejores personas. No obstante, no es casualidad que esto suceda, por lo general, en períodos vacacionales. Fuera de ellos, el eventual ejercicio de la empatía entra en conflicto con el vertiginoso ritmo de la vida cotidiana que exige, por encima de los demás esfuerzos, una absoluta dedicación a desarrollar la competitividad. O, lo que es lo mismo, a perpetuar una constante y fatigosa lucha darwiniana por la supervivencia. Es por ello que hoy día empatizamos con personajes de ficción (de la tele, del cine, o de la literatura, por ejemplo) más y mejor que con las personas reales que nos rodean. Los primeros nos despiertan emociones positivas, interés, curiosidad, simpatía, solidaridad y devoción. Los últimos son nuestros rivales y, por tanto, avivan en nosotros sentimientos negativos, cuando no destructivos.

"Guernica" de Picasso, 1937.

A los ciudadanos del s. XXI nos ha tocado vivir una realidad estresante, llena de exigencias a todos los niveles y saturada de gente en constante movimiento que, por lo general, incomoda a nuestros propósitos. Padecemos un enfado crónico con el mundo y con quienes lo pueblan. La vida no nos deja tiempo, lugar ni energía para la empatía. Más al contrario, convertimos con asombrosa facilidad a nuestros jefes, compañeros de trabajo, vecinos, familiares o a nuestra pareja en el blanco ideal a quien culpar de nuestras frustraciones, de nuestros errores, de nuestras inseguridades y de nuestros miedos.

Y he aquí la paradoja. Por un lado adoramos a una televisiva madre soltera que por su hija "Ma-ta". Pero rechazamos ese mismo esquema cuando lo vemos en la personalidad de la vecina gritona e insultantemente echada para delante. Una virgen tallada en madera es capaz de provocarnos el llanto mientras el calvario personal de un compañero de oficina nos trae sin cuidado. En definitiva, nos guardamos las pasiones más profundas, nobles y sentidas, reservamos todo aquello que nos distingue como humanos del resto del reino animal, para personajes de cartón-piedra, para muñecos de paja que nos venden desde los medios de comunicación masivos y para productos de las artes o del márketing. Mientras tanto, nada ofrecemos de cálido y afectuoso para el prójimo que vive en nuestro entorno, personas de carne y de hueso con heridas reales que supuran dolor del verdadero y que son coprotagonistas de una parte importante de nuestro tiempo de vida. A ellos, que paradójicamente son actores que condicionan nuestra propia felicidad, no les mostramos la misma comprensión ni la misma empatía. Con ellos no utilizamos la misma capacidad de sentir ni de tolerar.
Pues resulta que toda esa gente, amigo mío, no es de ficción. Tienen nombres, apellidos y motes. Crecen y viven entre nosotros. Respiran el mismo aire que tú y pisan las mismas calles que tú. Se mojan cuando llueve, tiemblan con el frío y sangran si son heridos. Son tus hermanos, tus amigos, parientes o conocidos, tus vecinos, tus clientes, tus compañeros de partida, parientes, jefes y compañeros de trabajo. Como tú y como yo, lloran en soledad, luchan por cicatrizar las heridas que les va abriendo la vida. Aunque no puedas vérselas, cargan con sus particulares coronas de espinas pero, al contrario que las imágenes de tus santos; al contrario que tus ídolos del cine, del deporte o que los personajes de la “Caja de Ahorros” de la TV, no actúan en el coliseo público y, por supuesto, tampoco hacen de ello un pingüe negocio. Como tú y como yo, enjugan sus lágrimas en la almohada, de madrugada y en privado. Cuando nadie mira. Y merecen más que cualquier títere de trapo tu lástima, tu llanto, tu comprensión y tu apoyo.
Normalmente no los ves sufrir ni llorar, y cuando sí lo haces no te atreves siquiera a suponer que su sufrimiento sea en lo más mínimo responsabilidad tuya. Es esta ignorancia la que te empuja a ver siempre todo lo malo de la gente que te rodea, a detectar únicamente los defectos mires donde mires. Y fruto de esta conducta, vas alimentando dentro de ti un creciente sentimiento de arrogante rechazo hacia casi-todo y hacia casi-todos sin percatarte de que tú mismo, como yo y como todos, eres un ingente cúmulo de imperfecciones. De este modo es cómo resaltamos unos de otros siempre la peor cara, siempre aquello que nos diferencia, nos aleja o enfrenta. Generamos incoscientemente conflictos que luego sobredimensionamos y retroalimentamos. Aparecen por generación espontánea envidias, habladurías, insultos, zancadillas, insolidaridad, ira, desprecio, faltas de respeto, crítica fácil, rivalidad insana, violencia física y verbal... ingredientes con los que elaboramos juicios de valor gratuitos, riñas, disputas, peleas, mentiras, trampas, celos y engaños. Y después de todo esto, al final de cada acto, nos sentamos de noche en el borde de la cama, instantes antes de rendirnos al sueño, y cínicamente lamentamos el mundo de mierda que nos ha tocado en el sorteo. En esos momentos de recogimiento dejamos fluir las lágrimas y nos resistimos a perder la fe en un mundo mejor para nuestros hijos e incluso para lo que a nosotros mismos nos quede de vida.
Todos tenemos probada capacidad de ser buena gente, con nobles sentimientos e intenciones. Sabemos sobradamente que el mundo es el resultado de todas nuestras acciones individuales. Hemos entendido también que gran parte de nuestra propia felicidad depende de la felicidad de quienes cohabitan con nosotros. Por lo tanto, sabemos muy bien la teoría. Pero la práctica, seamos sinceros, nos sale como el culo. Tal vez porque pasar del dicho al hecho requiere esfuerzo, dedicación, sacrificios e interés. Tal vez porque todos hemos pensado alguna vez en cambiar el mundo pero nadie piensa en comenzar por cambiarse a sí mismo.
ÁcidoPúblico

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4 comentarios:

  1. Muy bueno este tema, retrata fielmente como somos las personas de hoy en dia en lo mas hondo de nuestro ser. Esta claro que a nadie le gusta que le hagan una radiografia de como es y mas aun cuando muestra sus miserias.
    En serio, muy bueno.
    Solo tengo que decir que despues de un dia de trabajo en que estamos hasta los Gueks estamos hartos de miserias del cotidiano y cuando vemos el C.S.I. o lo que sea es para olvidarte de lo cotidiano, aunque eso si te cuenten tragedias y tragicomedias de ficcion.
    Saludos y sigue asi Machotiños Man

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  2. MUY BUENO REALMENTE INTERESANTE

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  3. que analisis tan profundo y real , duele reconocer que asi somos , pero cuanta verdad .
    excelente

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